domingo, 1 de junio de 2008

LA JUSTICIA, DESNATURALIZADA



«La paz será obra de la justicia»: así dejó escrito Benedicto XVI, junto a su firma, como se ve en la foto, en el Libro de Oro de las Naciones Unidas, al visitar su sede en Nueva York, el pasado mes de abril. Es el comienzo del verso 17 del capítulo 32 del libro de Isaías, que continúa con esta afirmación llena de esperanza, al describir el don precioso de la paz: «Y el fruto de la justicia, el reposo y la seguridad para siempre». En su discurso ante los representantes de las naciones de la tierra, el Papa recordó, precisamente, que «el deseo de la paz y la búsqueda de la justicia» son «principios fundacionales de la Organización», que «expresan las justas aspiraciones del espíritu humano y constituyen los ideales que deberían estar subyacentes en las relaciones internacionales». Pero el Santo Padre no olvidó añadir a la paz y la justicia el principio radical en la fundación de la ONU, cuyo progresivo abandono es, en definitiva, el origen de los males, y de modo especial en lo que concierne a la justicia, que cada día más gravemente afligen a la Humanidad: «El respeto de la dignidad de la persona». Cuando este respeto, que ha de ser total, se quebranta en lo más mínimo, ya está servida la injusticia y, en consecuencia, la destrucción de la paz en su verdad más honda: el conjunto de todos los bienes que colman la felicidad de los hombres y de los pueblos, ese reposo y seguridad para siempre con que el profeta resume el destino eterno para el que hemos sido creados.Este destino, el único que responde a la sed infinita que constituye a todo corazón humano, coincide en realidad con el Origen, expresado así en la Sagrada Escritura: El Señor, nuestra Justicia, cuyo nombre no es otro que Misericordia. He ahí la razón por la que el Papa Juan Pablo II, con su lúcido realismo sobre la situación del mundo contemporáneo, tras afirmar el binomio justicia y paz, del libro de Isaías, recordado por Pablo VI en su Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de 1972: «Si quieres la paz, trabaja por la justicia», treinta años después, en el Mensaje para la Jornada de 2002, añadió la misericordia: «No hay paz sin justicia, no hay justicia sin perdón: esto es lo que quiero recordar a cuantos tienen en sus manos el destino de las comunidades humanas, para que se dejen guiar siempre en sus graves y difíciles decisiones por la luz del verdadero bien del hombre, en la perspectiva del bien común». Ese bien no puede ser otro que la esencia misma del respeto de la dignidad de la persona humana, es decir, la misericordia. ¿Acaso no hemos sido creados a imagen y semejanza de la Divina Misericordia?

La referencia al perdón no era nueva en el magisterio de Juan Pablo II; ya la hizo en el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de 1997, y hoy sigue siendo de plenísima actualidad, más aún que entonces, si cabe: «Un presupuesto esencial del perdón y de la reconciliación -decía el Papa- es la justicia, que tiene su fundamento último en la ley de Dios y en su designio de amor y de misericordia sobre la Humanidad. Entendida así, la justicia no se limita a establecer lo que es recto entre las partes en conflicto, sino que tiende, sobre todo, a restablecer las relaciones auténticas con Dios, consigo mismo y con los demás. Por tanto, no hay contradicción alguna entre perdón y justicia. En efecto, el perdón no elimina ni disminuye la exigencia de la reparación, que es propia de la justicia, sino que trata de reintegrar tanto a las personas y los grupos en la sociedad, como a los Estados en la comunidad de las naciones. Ningún castigo debe ofender la dignidad inalienable de quien ha obrado mal. La puerta hacia el arrepentimiento y la rehabilitación debe quedar siempre abierta». ¿Cuál es el secreto de esta admirable paradoja que une indisolublemente la justicia más estricta con el perdón más generoso? ¡Ese respeto a la dignidad de la persona que recordaba Benedicto XVI, ante la Asamblea General de la ONU, como su más básico principio fundacional! ¿Acaso toda persona humana, hasta la más pobre, frágil e indefensa, no ha sido justificada precisamente por el Amor infinito, Aquel que, para ello, derramó toda su sangre en la Cruz? Sólo un amor así hace justicia al hombre. Y éstas no son consideraciones piadosas; es el cimiento sin el cual -¡de qué modo tan claro lo estamos viendo, si no nos empeñamos en cerrar los ojos!- no es que quede destrozada la Justicia; es que se destroza la vida entera. Si la Justicia se politiza, o se comercializa, o se manipula, queda desnaturalizada; deja de ser justicia; y sin justicia no hay vida digna de tal nombre.
Artículo publicado en la página "criterios" de la revista Alfa y Omega nº 595, que publico aquí por su gran interés y porque me solidarizo en todo su contenido con lo que pienso. En mis reflexiones publicadas transmito esto criterios y los defiendo desde la propia dignidad de la persona. En la ley natural, que nos ha sido dada por nuestro PADRE DIOS, dónde se inspira todo derecho de la dignidad humana a ser tratado justamente, en paz y misericordia, no por ello sin dejar retribuido lo merecido por la culpa. el perdón no exime de la responsabilidad. El SEÑOR nos lo ha dejado muy claro. ÉL no disculpó al buen ladrón de una muerte merecida por sus culpas y pecados, el mismo se confesó merecedor de ese castigo, pero el SEÑOR le perdonó y le prometió que ese mismo día estaría con ÉL en el paraíso. Ese debe ser nuestro camino, fuera de partidismo, egoísmos, ideologías propias e interesadas. Todo está claro como el agua No hay disculpas. sólo falta fe y, por supuesto, amor. Cada uno será responsable de sus actos, como el buen ladrón o el mal ladrón que, lejos de su arrepentimiento, sólo buscaba su propio bien y egoísmo.
Doy gracias al SEÑOR por nuestro Papa Benedicto XVI y le pido que le asista según su promesa en espíritu y verdad. Gracias, SEÑOR, por el regalo de tener entre nosotros hermanos que ponga toda su vida en defensa, como TÚ nos enseñaste, a luchar por el bien de la humanidad.
¡Alabado y glorificado sea el SEÑOR!