lunes, 29 de noviembre de 2010

CADA DÍA UN COMPROMISO Y UN PASO MÁS

cada día un compromiso; cada día
un paso más para ir construyendo un
pesebre de amor, junto al Niño DIOS
en mi corazón.

Cada día, si te parece, podemos ir compartiendo
el esfuerzo y la actitud del compromiso contraído.
Quizáz así podamos lograr que cuando nazca el
Niño DIOS, nuestro Belén esté preparado para
acogerlo. 


La venida del SEÑOR tiene significado cuando nos esforzamos en encarnarnos en ÉL,  o lo que es lo mismo, cuando intentamos llevar a nuestra vida sus actitudes y estilo de vida. Pablo de Tarso lo decía al proclamar que era CRISTO quien vivía en él. Y ese debe ser, con toda humildad, nuestra objetivo en el camino a recorrer preparando la venida del SEÑOR.

Cada día debo poner un pedazo del pesebre en mi corazón, y con él dar acogida, calor, fortaleza, paz, justicia, comprensión, compañía, sencillez, ternura, mansedumbre, bondad, caridad y mucho amor. 

Cada día debo subir un escalón en mi compromiso con la construcción de ese pesebre que nacerá al final, y que, de estar a la espera y en camino, encenderá mi vida y le dará sentido, paz, sabiduría y fortaleza alumbrándole el camino.

No son cosas nuevas ni heroicas lo que debo proponerme, simplemente lo que hago cada día hacerlo con compriso y amor. Compromiso de hacerlo como si de mí se tratara y con amor de gratuidad, tal y como lo he recibido.

Y con mucha humildad, porque la "Humildad" es la llave de la conversión, y sin ella, no haré que nazca y crezca el Niño DIOS en mi particular pesebre.

domingo, 28 de noviembre de 2010

HOY, 28 DE NOVIEMBRE EMPIEZA EL TIEMPO LITÚRGICO DEL ADVIENTO

¿cómo y cuándo empieza a vivirse?

EL ADVIENTO
 
 TIEMPO LITÚRGICO QUE PREPARA LA NAVIDAD
Expectación penitente, piadosa y alegre

Corona de Adviento
La venida del Hijo de Dios a la Tierra es un acontecimiento tan inmenso que Dios quiso prepararlo durante siglos (…).
Al celebrar anualmente la liturgia del Adviento, la Iglesia actualiza esta espera del Mesías: participando en la larga preparación de la primera venida del Salvador, los fieles renuevan el ardiente deseo de su segunda Venida.
(Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 522 y 524
Con el tiempo de Adviento, la Iglesia romana da comienzo al nuevo año litúrgico. El tiempo de Adviento gravita en torno a la celebración del misterio de la Natividad de nuestro Señor Jesucristo.
 
A PARTIR DEL SIGLO IV





El origen y significado del Adviento es un tanto oscuro; en cualquier caso, el término adventus era ya conocido en la literatura cristiana de los primeros siglos de la vida de la Iglesia, y probablemente se acuñó a partir de su uso en la lengua latina clásica.
La traducción latina Vulgata de la Sagrada Escritura (durante el siglo IV) designó con el término adventus la venida del Hijo de Dios al mundo, en su doble dimensión de advenimiento en la carne –encarnación- y advenimiento glorioso –parusía-.
La tensión entre uno y otro significado se encuentra a lo largo de toda la historia del tiempo litúrgico del Adviento, si bien el sentido de “venida” cambió a “momento de preparación para la venida”.
Quizá la misma amplitud de las realidades contenidas en el término dificultaba la organización de un tiempo determinado en el que apareciera la riqueza de su mensaje. De hecho, el ciclo de adviento fue uno de los últimos elementos que entraron a formar parte del conjunto del año litúrgico (siglo V).

Parece ser que desde fines del siglo IV y durante el siglo V, cuando las fiestas de Navidad y Epifanía iban cobrando una importancia cada vez mayor, en las iglesias de Hispania y de las Galias particularmente, se empezaba a sentir el deseo de consagrar unos días a la preparación de esas celebraciones.
Dejando de lado un texto ambiguo atribuido a San Hilario de Poitiers, la primera mención de la puesta en práctica de ese deseo la encontramos en el canon 4 del Concilio de Zaragoza del año 380: "Durante veintiún días, a partir de las XVI calendas de enero (17 de diciembre), no está permitido a nadie ausentarse de la iglesia, sino que debe acudir a ella cotidianamente" (H. Bruns, Canones Apostolorum et Conciliorum II, Berlín, 1893, 13-14). La frecuencia al culto durante los días que corresponden, en parte, a nuestro tiempo de adviento actual, se prescribe, pues, de una forma imprecisa.
 
UN TIEMPO DE PENITENCIA

 




Más tarde, los concilios de Tours (año 563) y de Macon (año 581) nos hablarán, ya concretamente, de unas observancias existentes “desde antiguo” para antes de Navidad. En efecto, casi a un siglo de distancia, San Gregorio de Tours (fallecido en el año 490) nos da testimonio de las mismas con una simple referencia.  Leemos en el canon 17 del Concilio de Tours que los monjes "deben ayunar durante el mes de diciembre, hasta Navidad, todos los días".
El canon 9 del Concilio de Macon ordena a los clérigos, y probablemente también a todos los fieles, que "ayunen tres días por semana: el lunes, el miércoles y el viernes, desde San Martín hasta Navidad, y que celebren en esos días el Oficio Divino como se hace en Cuaresma" (Mansi, IX, 796 y 933).  Aunque la interpretación histórica de estos textos es difícil, parece según ellos que en sus orígenes el tiempo de adviento se introdujo tomando un carácter penitencial, ascético, con una participación más asidua al culto.
Sin embargo, las primeras noticias  a cerca de la celebración del tiempo litúrgico del Adviento, se encuentran a mediados del siglo VI, en la iglesia de Roma.
Según parece, este Adviento romano comprendía al principio seis semanas, aunque muy pronto -durante el pontificado de Gregorio Magno (590-604)-  se redujo a las cuatro actuales.
 
 UNA DOBLE ESPERA
 
El significado teológico original del Adviento se ha prestado a distintas interpretaciones. Algunos autores consideran que, bajo el influjo de la predicación de Pedro Crisólogo (siglo V), la liturgia de Adviento preparaba para la celebración litúrgica anual del nacimiento de Cristo y sólo más tarde –a partir de la consideración de consumación perfecta en su segunda venida- su significado se desdoblaría hasta incluir también la espera gozosa de la Parusía del Señor.
No faltan, sin embargo, partidarios de la tesis contraria: el Adviento habría comenzado como un tiempo dirigido hacia la Parusía, esto es, el día en que el Redentor coronará definitivamente su obra. En cualquier caso, la superposición ha llegado a ser tan íntima que resulta difícil atribuir uno u otro aspecto a las lecturas escriturísticas o a los textos eucológicos de este tiempo litúrgico.
El Calendario Romano actualmente en vigor conserva la doble dimensión teológica que constituye al Adviento en un tiempo de esperanza gozosa: "el tiempo de Adviento tiene una doble índole: es el tiempo de preparación para las solemnidades de Navidad, en las que se conmemora la primera venida del Hijo de Dios a los hombres, y es a la vez el tiempo en el que por este recuerdo se dirigen las mentes hacia la expectación de la segunda venida de Cristo al fin de los tiempos. Por estas dos razones el Adviento se nos manifiesta como tiempo de una expectación piadosa y alegre" (Calendario Romano, Normas universales sobre el año litúrgico y sobre el calendario

jueves, 25 de noviembre de 2010

DENTRO DE NOSOTROS ESTÁ NUESTRO MAYOR TESORO



 Nos pasamos la mayor parte de nuestra vida buscando las mil y una forma de encontrar la felicidad que palmita dentro de nosotros. No podemos renunciar a ella, es vital y nadie se conforma con lo que tiene porque quiere más, más y más. Ya lo dice la canción: "Todos queremos más y más..."
Sin embargo, en nuestro afán por conseguirla no nos percibimos de que está más cerca que lo que pensamos. Es más todavía, está dentro de nuestro corazón, y sólo basta con darle un vuelvo y encontrarla. Es más un encuentro que un hallazgo, porque no la descubrimos ni la alcanzamos, la tenemos, nos ha sido dada gratuitamente, y sólo necesitamos toparnos con ella, porque está dentro de nosotros.

Esta anécdota que sigue a continuación nos puede ayudar a reflexionar sobre tan preciado tesoro:

EL RANCHERO POBRE

Erase un ranchero, en Texas, que en los años de la depresión económica y de las sequías no podía hacer frente a sus numerosas deudas y tuvo que empezar a vivir de la asistencia pública. Su negocio en ruinas y su fama por los suelos, el señor Yates no se atrevía ni a salir a la calle. Un día llegaron unos ingenieros a estudiar sus tierras y encontraron un pozo de petróleo. Durante años había vivido mendigando y era millonario. Los cristianos vivimos largas temporadas en nuestra vida mendigando migajas de felicidad aquí y allá. Desconocemos la riqueza inmensa escondida en nuestro corazón. Nuestro pozo de petróleo se llama Espíritu Santo. La Fiesta de Pentecostés nos lo recuerda y lo quiere poner a producir.

LOS SIETE DONES DEL ESPÍRITU

SABIDURÍA
Amor que saborea, gusta y experimenta cómo Dios es dulce y suave. 

INTELIGENCIA
“Conocer al santo es inteligencia”. Proverbios 9, 10

CIENCIA
“Cuando venga el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la vedad completa” J.14, 26 

CONSEJO
Es el don del discernimiento cristiano para el seguimiento de Jesús. 

FORTALEZA
“Los Apóstoles anunciaban con valentía el mensaje del Señor”. Hechos 4, 31 

PIEDAD
“Todos a los que anima el Espíritu son hijos de Dios”. Romanos 8, 14 

TEMOR
Amor y reverencia del nombre de Dios.

LOS FRUTOS DEL ESPÍRITU SANTO

1. Caridad: El acto de amor de Dios y del prójimo.

2. Gozo espiritual: El que nace del amor divino y bien de  nuestros prójimos.

3. Paz: Una tranquilidad de ánimo, que perfecciona este gozo.

4.
 Paciencia: Sufrimiento sin inquietud en las cosas adversas.

5.
 Longanimidad: Firmeza del ánimo en sufrir, esperando los bienes eternos.

6.
 Bondad: Dulzura y rectitud del ánimo.

7.
 Benignidad: Ser suave y liberal, sin afectación ni desabrimiento.

8.
 Mansedumbre: Refrenar la ira, y tener dulzura en el trato y condición.

9.
 Fe: Exacta fidelidad en cumplir lo prometido.

10.
 Modestia: La que modera, regula en el hombre sus acciones y palabras.

11.
 Continencia: La que modera los deleites de los sentidos.

12.
 Castidad: La que refrena los deleites impuros.

lunes, 22 de noviembre de 2010

HACER EL BIEN NOS HACE FELICES


 Estoy de acuerdo con lo manifestado en la reflexión, pero quisiera matizar, para mí fundamental, en la motivación más profunda que nos mueve a hacer el bien.

Todos tenemos interiormente un deseo irrevocable de ser felices. Es eso lo que perseguimos toda nuestra vida, pero ese deseo implica que la felicidad conseguida sea para siempre, eterna, porque si no, no es felicidad completa sino temporal. Y eso no nos hace plenamente felices.

Por otro lado, experimentamos que logramos ser felices cuando realizamos el bien. O dicho de otro modo, cuando amamos de forma desinteresada, gratuitamente.

Porque dar a cambio de, es un préstamo no un regalo. Por lo tanto, la buena obra queda algo diluida, diríamos mejor es un negocio, hay intereses.

Pues bien, ese deseo innato, esa vocación a ser eterno y ese gozo y felicidad que experimento me recuerda a Alguien que me llama hijo y al que me parezco.

jueves, 18 de noviembre de 2010

ORACION POR EL PAPA BENEDICTO XVI


Llenos de alegría porque Dios nos ha regalado un nuevo Pastor, el Papa Benedicto XVI, elevamos nuestra oración para pedirle que Él, dador de todo bien, siga velando con amor y solicitud por su Iglesia, de manera que sea instrumento de Salvación para todos los hombres.

Oremos por la Santa Iglesia Católica, para su unidad en torno a nuestro Pastor, el Papa Benedicto XVI, sea un testimonio vivo ante el mundo de la presencia de Dios entre nosotros.

Oremos por el Santo Padre, Benedicto XVI, vicario de Cristo en la tierra, para que Dios le conceda fortaleza, prudencia y caridad en el servicio a la
Iglesia universal.

Oremos por todos los pastores de la Iglesia: obispos, presbíteros y diáconos, para que sean ejemplo de adhesión incondicional a la Sede de Pedro y su ministerio sea un servicio desinteresado a nuestra Santa Madre la Iglesia.

Oremos también por todos los católicos, para que acojamos SIEMPRE con actitud de fe y amor sobrenatural aL PAPA  Benedicto XVI, y él pueda contar con la adhesión y fidelidad de todos sus hijos.
 Con María, oremos al Señor. AMEN

lunes, 15 de noviembre de 2010

NO SON COSAS DEL PASADO, PASAN AHORA.



No son cosas que ocurrieron en una época pasada, o historias que no sabemos si han ocurrido, son cosas que están pasando en estos momentos, y que seguirán pasando hasta que el mundo acabe, porque el hombre de buen gusto responde a la llamada de DIOS.

Y responde porque la pregunta que guarda en lo más profundo de su corazón es alcanzar la felicidad eternamente, pues para eso ha sido creado y a eso está llamado. Es, por lo tanto, lo lógico que responda afirmativamente y si no lo hace hay que pensar que está esclavizado y sometido por otros dioses cuyos reinados sólo están en el mundo y perecerán como él.

Porque el mundo es caduco y finito. Sí nosotros aspiramos a un mundo eterno y feliz perpetuamente, tenemos que concluir que este mundo no es nuestro destino y que de no descubrirlo significa estar ciego y desviado, por lo tanto, como expresamos coloquialmente, no tener buen gusto o tenerlo enfermo.

Les dejo con una reflexión que nos puede ayudar a este respecto:

 
Sábado, 6 de Noviembre de 2010
Santa María, Reina de los mártires
"También fueron detenidos siete hermanos con su madre, y el rey quiso obligarlos, haciéndoles azotar con correas de cuero, a comer carne de cerdo prohibida por la Ley. Uno de ellos tomó la palabra en nombre de todos y dijo: «¿Qué exiges y qué quieres saber de nosotros? Estamos dispuestos a morir antes que desobedecer a la Ley de nuestros padres». Furioso, el rey ordenó poner en el fuego ollas y sartenes. En cuanto estuvieron calientes, ordenó que le cortaran la lengua al que había hablado en nombre de todos, que le arrancaran el cuero cabelludo y le cortaran las extremidades ante los ojos de sus hermanos y de su madre… Mientras el humo de la sartén se expandía a lo lejos, sus hermanos y su madre se daban ánimo unos a otros para morir valientemente, diciendo: «El Señor Dios que nos mira tendrá seguramente piedad de nosotros, según la palabra de Moisés en el Cántico que pronunció frente a todos. Allí se dice: Tendrá piedad de sus servidores» … Después de él trajeron al sexto. Cuando estaba a punto de morir, dijo: «No te hagas ninguna ilusión, porque si hemos atraído sobre nosotros estas desgracias y si nos tocan ahora pruebas poco comunes es porque pecamos contra nuestro Dios. Pero tú, que te atreves a hacerle la guerra a Dios, no creas que quedarás sin castigo». ¡Esa madre que vio morir a sus siete hijos en el transcurso de un solo día fue realmente admirable y merece ser famosa! Lo soportó todo sin flaquear, basada en la esperanza que ponía en el Señor… Al último murió la madre, después de sus hijos."
(2 Macabeos 7,1-41)

El ser humano es un ser religioso por naturaleza, crea o no crea en Dios. Pues si dice ser ateo, otras cosas o personas o el mismo, se colocarán en el lugar de Dios: Dinero, poder, sexo, juego … Pero lo admita o no siempre tiene un dios. Y cuando este dios no es el Dios verdadero es capas de cualquier cosa por “adorarlo”, aún hacer sufrir a los demás por conseguirlo.

Este domingo XXXII del Tiempo Ordinario, la Iglesia nos propone meditar sobre el misterio del martirio, de la muerte y la resurrección. Y para ello la Liturgia de la Palabra comienza con esta situación narrada en el segundo libro de los Macabeos. Lectura que, si vivimos “desprevenidos” nos puede resultar extraña … Una madre que anima a sus hijos a dar la vida por Dios. El mundo, en medio de tanto ruido mediático, nos ha hecho creer que el martirio es cosa de siglos pasados, es cosa de las brumas de la historia.

Pero si no vivimos desprevenidos (o distraídos, o engañados…) habremos leído que en esta semana un ataque terrorista mató a 58 católicos en un ataque terrorista en al Catedral de Bagdad en Irak, de los cuales tres eran Sacerdotes. Y unos días después la misma organización criminal amenazó al Vaticano y a las Iglesias Coptas de Egipto con matar cristianos “allí donde estén”. Hubo una discreta difusión de la primera noticia y casi nula de la segunda … A occidente no le importa ni el mensaje ni la seguridad de los cristianos. Y si estos son católicos menos aún.

Debemos tomar conciencia de que los tiempos del martirio continúan. A tal punto ha sido esto verdad, que el Siglo XX tuvo más mártires cristianos, es decir que murieron a causa de su fe, que todos los siglos anteriores. Y el Siglo XXI sigue la misma curva ascendente.

¿Porqué da la impresión de que a los católicos de occidente nos resulta lejana esta realidad? Porque nos hemos dejado diluir, no todos obviamente pero si demasiados, por una cultura y una sociedad que le escapa al sacrificio, al sufrimiento, al dolor, a la cruz, a la muerte …

La sociedad paganizada modernista nos embrutece continuamente tratando, y consiguiendo, de convencernos de que lo más importante es divertirse, pasarla bien, disfrutar, satisfacerse … Un mundo que le encanta asustarse con cuentos de terror hollywoodenses y cómodamente sentados en butacas de cine pero que en realidad vive aterrorizado por la realidad ineludible de la muerte. Donde halloween y su supuesto “reírse de la muerte” no es más que una manera de distraernos de la Santidad y la Oración por los difuntos que nos enseña la Iglesia. El mundo ni quiere orar ni quiere ser santo ni quiere saber nada de la muerte, sólo le importa el aquí y el ahora. (Leer 2 Timoteo 3)

Y por otro lado, organizaciones criminales que “dicen” ser creyentes, matan salvajemente a aquellos que se interponen en su camino por conseguir el poder y el dinero, o pensando que glorifican a Dios (cfr. Juan 16,2-3),  por medios aberrantes como un atentado en plena Misa.

¿Cómo no va a sonarnos extraña esta lectura propuesta? Esa madre admirable y famosa debe ser un ejemplo para nosotros. Pues quizá en nuestra realidad no tengamos la Gracia (sí, la “Gracia” he dicho) de defender nuestra fe con nuestra propia sangre, pero día a día el cristiano que desee realmente ser Santo (de lo contrario no serás nada…) vive lo que Juan Pablo II y otros llaman “el martirio de lo cotidiano”. Porque si de algo podemos estar seguros es que estos últimos tiempos son los de las decisiones importantes y radicales: Si, No. Fríos, Calientes. Lo tibio, lo del medio, lo que ni es fu ni fa, en definitiva lo mediocre, no es pasta de santo ni de demonio (Apocalipsis 3,16). Basta ya del mediocre mundanismo-cristianizado o cristianismo-mundanizado de bautizados que no son ni chicha ni limonada.

Ser católico en el Siglo XXI implica una cotidiana dosis de martirio, de sufrimiento, de renunciar y morir, como dice San Pablo, al hombre viejo (cfr. Col 3,9-10). Morir a ciertos programas, a ciertas amistades, a ciertas lecturas, a ciertos pasatiempos, a ciertas músicas, a ciertos pensamientos, a ciertas miradas, a ciertos deseos, a ciertos objetivos y a ciertos medios por alcanzarlos.

Y como madres y padres debemos, como aquella madre del Antiguo testamento, ayudar a nuestros hijos a fortalecerse en ese mismo “martirio de lo cotidiano”. Debemos ayudarlos cada hora y cada día a no dejarse envolver por las vanidades, las esclavitudes y la mediocridad imperante en la sociedad actual. Somos discípulos de un Maestro perseguido, calumniado y martirizado hasta morir. ¿Qué esperamos para nuestras vidas si queremos seguir sus huellas manchadas de sangre? El nos lo advirtió: “Quien quiere seguirme tome su cruz de cada día” (Lucas 9,23), asuma el martirio de ser cristiano en lo cotidiano.

Que nuestra Madre Santísima, fiel a su Hijo aún al pie de la Dolorosa y cruenta Cruz donde fue clavado por amor a todos nosotros, Pura, Santa e Inmaculada Virgen María, Reina de los mártires, proteja a los cristianos del mundo entero y a todos nos ayude a crecer en santidad y a nunca jamás renegar de nuestra fe, cualquiera sea la circunstancia que el Padre Eterno permita en nuestra vidas.

Que Dios los bendiga y Santa María les sonría.
- Claudio* -

viernes, 12 de noviembre de 2010

EL CAMINO EXIGE NO DESFALLECER


 En cada momento tenemos un esfuerzo que hacer. Nos cuesta despertarnos y levantarnos; nos cuesta hasta comer en muchos momentos, o determinados alimentos que necesitamos nos lo tenemos que comer con esfuerzo; nos cuesta enfrentarnos cada día a nuestro trabajo diario, y así podríamos describir muchas otras situaciones. 

Llegamos a la conclusión que la vida es un constante esfuerzo, y eso nos obliga a superarnos constantemente y a una lucha despiadada contra los obstáculos, dificultades y contra nosotros mismos. Sin embargo, si tuviéramos todos los problemas resueltos no quedaríamos satisfechos, porque necesitamos superarnos por nosotros mismos.

Hay una fuerza interior que nos impulsa a defender nuestra propia dignidad que, si otro lo hiciera por mí, quedaría dañada y frustrada. Otra cosa es aceptar la ayuda o colaboración cuando nos vemos incapacitados para alcanzar nuestro objetivo.

Y esa es la propuesta que nos ha dejado nuestro PADRE DIOS: "Alcanzar la eterna felicidad junto a ÉL". Para ello nos ha creado libres y con las capacidades suficientes de poder lograrlo entre todos. De ahí se desprende la necesidad de ir juntos y amarnos como ÉL nos ama.

También, por nuestra propia experiencia, experimentamos que solos no podemos, que la cuesta es muy empinada para nuestras fuerzas humanas, pero con JESÚS, que nos lo ha prometido, si podemos alcanzarla. ÉL se ofreció a pagar el rescate por nosotros, y también a acompañarnos en la labor, pero, indudablemente, cuenta con nuestro esfuerzo.

Ese, en mi humilde opinión, es el mensaje que JESÚS nos deja hoy en su Palabra: "Poner toda la carne en el asador, contando con su Gracia, para recorrer el Camino que, la Voluntad del PADRE, me ha señalado. Espera mi respuesta, pues soy libre de decidir:


Sé que quiero responderte, JESÚS,
y quiero seguirte, pero tus pasos se me
hacen muy largos y me canso de seguirte.

A veces pienso que no puedo, o que no tengo
la voluntad y las fuerzas necesarias para hacerlo,
pero, en mi interior, siento que es mi única
oportunidad y lo que quiero.

Dame las fuerzas para avivar mis pasos
y no perderte. No dejes que mi boca
se cierre y mi lengua se duerma.

Despierta mi mente y enciende mi
corazón para que no cese de hablarte,
de pedirte, de creer en TI, y de tomar
conciencia de que TÚ has Muerto y Resucitado por mí, 
de que TÚ me quieres y me has salvado,
de que TÚ sólo esperas que yo diga "SÍ", 
y me ponga en tus brazos. Sólo con eso
me basta. Amén.

martes, 9 de noviembre de 2010

NOVIEMBRE, UN TIEMPO PARA REFLEXIONAR SOBRE LA MUERTE.


 Haciendo un repaso por mis reflexiones encontrarán siempre un denominador común: "El problema de la trascendencia y del tesoro escondido", porque de nada vale el tener éxito, prestigio, riquezas y...etc., para luego perder lo verdaderamente importante.

Siempre, por la Gracia de DIOS, he querido ver lo verdaderamente importante, el tesoro que no se marchita y lo que vale la pena conseguir. Todo lo demás, aun siendo necesario, lo estimo basura, como dice Pablo, porque de nada me vale gozar por unos días si pierdo el gozo eterno.

Por eso he creído conveniente y necesario pasarles este correo sobre la misma temática, con la intención de ayudarles a reflexionar y profundizar en un tema de vital importancia, y que nada vale el obviarlo y esconderlo, pues tarde o temprano toparemos con él. Sin más les dejo con la reflexión:

Amigo lector: permíteme que te haga una confidencia personal. ¿Sabes? A mí me gusta mucho meditar sobre la muerte. Y no por ser un tipo melancólico, pesimista o lunático, ni de carácter fúnebre o taciturno. Francamente no. Más bien, me considero una persona alegre y optimista, amante de la vida y de la aventura. Lo que sucede es que nos hemos acostumbrado a considerar la muerte como algo tétrico y negativo, y cuyo pensamiento debemos casi evitar a toda costa. Y, sin embargo, si tenemos una certeza absoluta en la vida es, precisamente, que todos vamos a morir.

Pero a mí, en lo personal, esta certeza no me atemoriza, para nada. Al contrario. Me hace pensar con inmenso regocijo y esperanza en el “más allá”, en lo que hay después de la muerte. Y también me ayuda a aprovechar mejor esta vida. Pero no para “pasarla bien”, sino para tratar de llenar mi alforja de buenos frutos para la vida eterna.

Alguien dijo: “Morir es sólo morir; morir es una hoguera fugitiva; es sólo cruzar una puerta y encontrar lo que tanto se buscaba. Es acabar de llorar, dejar el dolor y abrir la ventana a la Luz y a la Paz. Es encontrarse cara a cara con el Amor de toda la vida”.

Es verdad. Lo importante de la muerte no es lo que ella es en sí, sino lo que ella nos trae; no es el instante mismo del paso a la otra vida, sino la otra vida a la que ella nos abre paso. Para quienes tenemos fe, la muerte es sólo un suspiro, una sonrisa, un breve sueño; y para los que vivimos de la dichosa esperanza de una felicidad sin fin, que encontraremos al cruzar el umbral de la otra vida, ésta no es sino un ligero parpadeo y, al abrir los ojos, contemplar cara a cara a la Belleza misma; es exhalar el más exquisito perfume -el de nuestra alma, cuando abandone el cristal que la contiene- para iniciar la más hermosa aventura y gozar del Amor en persona... ¡ahora sí, para toda la eternidad! La muerte no debería llamarse “muerte”, sino “vida” porque es el inicio de la verdadera existencia.

El libro del Apocalipsis nos dice hermosamente que allí, en el cielo, después de la muerte “ya no habrá hambre, ni sed, ni calor alguno porque el Cordero que está en medio del trono, Jesús, los apacentará -a los que han entrado en la gloria- y los guiará a las fuentes de las aguas de la vida, y Dios enjugará toda lágrima de sus ojos” (Ap 7, 16-17). Ya no habrá tristeza, ni dolor, ni sufrimiento, sino amor completo y dicha sin fin. ¿No es emocionante y apetecible?

Nuestra Madre, la Iglesia, nos ha enseñado a ver con ojos muy distintos la realidad de la muerte, a mirarla con gran serenidad y a aceptarla con paz y esperanza; incluso con alegría y regocijo -si es viva nuestra fe- porque aquel bendito día será el más glorioso de toda nuestra existencia: el de nuestro encuentro personal con Dios, el Amor que nuestro corazón reclama.

¡Claro!, sólo es posible hablar así cuando tenemos fe. Por eso, los santos se expresaban de ella -de la muerte- con un lenguaje desconcertante para el mundo. San Francisco de Asís la llamaba “hermana muerte”, y deseaba que llegara pronto. San Pablo afirmaba que para él la muerte era una ganancia porque así podría estar ya para siempre con el Señor (Fil 1, 21-23); y santa Teresa de Jesús también se consumía por el anhelo de que ésta no se demorara tanto en venir: “Vivo sin vivir en mí y tan alta vida espero que muero porque no muero” -decía en uno de sus poemas místicos- que, en nuestro lenguaje común, podríamos traducirlo con un “me muero de ganas de morirme”. Y hallamos la misma experiencia en tantos otros santos y mártires, que veían en la muerte no precisamente un castigo o una maldición, sino el momento dichoso de su definitivo y eterno encuentro con el Señor.

Fue Jesucristo quien nos enseñó a ver así las cosas. Durante su vida pública muchas veces nos habló de este tema, y en el Evangelio encontramos páginas muy bellas que robustecen nuestra fe y alimentan nuestra esperanza. Como aquella parábola de las diez vírgenes, en la que nos exhorta a vivir “esperando la llegada del esposo” -o sea, de Cristo el Señor-. La parábola de los talentos, de las minas, de los invitados a la boda, del rico epulón y del pobre Lázaro y muchas otras enseñanzas tienen esta misma temática.

Y es que, si nos tomamos en serio esta meditación, la muerte nos enseña a vivir mejor y a valorar el poco tiempo del que disponemos para hacer méritos que perduren. Nos educa en la justa consideración de las cosas y de los bienes terrenos: a la luz de la eternidad aprendemos que todo es pasajero, relativo, accidental y caduco; y nos ayuda, en consecuencia, a no poner nuestro corazón y nuestras seguridades en cosas tan baladíes y efímeras. Nos da, en definitiva, la auténtica sabiduría, esa que no engaña y que nos hace vivir según la Verdad, que es Dios mismo.

Entonces, es muy saludable pensar de vez en cuando en la muerte. Y si la tenemos siempre presente en nuestra vida, tanto mejor. Ahora sí nos damos cuenta de que celebrar a los fieles difuntos tiene mucho sentido y de que, en vez de temer a la muerte, de rehuirla o de reírnos de ella, es mucho más provechoso aprender las lecciones de vida que ella nos ofrece.

sábado, 6 de noviembre de 2010

LA DEVOCIÓN A LOS DIFUNTOS en los primeros cristianos


"Estos que visten estolas blancas, ¿quiénes son y de dónde han venido…? Éstos son los que vienen de la gran tribulación y han lavado sus estolas y las han blanqueado en la sangre del Cordero. Por eso están ante el trono de Dios, y le adoran día y noche en su templo."
(Apocalipsis 7,13-15) 
 
HONOR Y RESPETO A LOS DIFUNTOS
La Iglesia Católica, ya desde la época de los primeros cristianos, siempre ha rodeado a los muertos de una atmósfera de respeto sagrado. Esto y las honras fúnebres que siempre les ha tributado permiten hablar de un cierto culto a los difuntos: culto no en el sentido teológico estricto, sino entendido como un amplio honor y respeto sagrados hacia los difuntos por parte de quienes tienen fe en la resurrección de la carne y en la vida futura.
El cristianismo en sus primeros siglos no rechazó el culto para con los difuntos de las antiguas civilizaciones, sino que lo consolidó, previa purificación, dándole su verdadero sentido trascendente, a la luz del conocimiento de la inmortalidad del alma y del dogma de la resurrección; puesto que el cuerpo —que durante la vida es “templo del Espíritu Santo” y “miembro de Cristo” (1 Cor 6,15-9) y cuyo destino definitivo es la transformación espiritual en la resurrección— siempre ha sido, a los ojos de los cristianos, tan digno de respeto y veneración como las cosas más santas.
Este respeto  se ha manifestado, en primer lugar, en el modo mismo de enterrar los cadáveres.
Vemos, en efecto, que a imitación de lo que hicieron con el Señor José de Arimatea, Nicodemo y las piadosas mujeres, los cadáveres eran con frecuencia lavados, ungidos, envueltos en vendas impregnadas en aromas, y así colocados cuidadosamente en el sepulcro.
En las actas del martirio de San Pancracio se dice que el santo mártir fue enterrado “después de ser ungido con perfumes y envuelto en riquísimos lienzos”; y el cuerpo de Santa Cecilia apareció en 1599, al ser abierta el arca de ciprés que lo encerraba, vestido con riquísimas ropas.
Pero no sólo esta esmerada preparación del cadáver es un signo de la piedad y culto profesados por los cristianos a los difuntos, también la sepultura material es una expresión elocuente de estos mismos sentimientos. Esto se ve claro especialmente en la veneración que desde la época de los primeros cristianos se profesó hacia los sepulcros: se esparcían flores sobre ellos y se hacían libaciones de perfumes sobre las tumbas de los seres queridos.
 
LAS CATACUMBAS
En la primera mitad del siglo segundo, después de tener algunas concesiones y donaciones,los cristianos empezaron a enterrar a sus muertos bajo tierra. Y así comenzaron las catacumbas. Muchas de ellas se excavaron y se ampliaron alrededor de los sepulcros de familias cuyos propietarios, recién convertidos, no los reservaron sólo para los suyos, sino que los abrieron a sus hermanos en la fe.
Andando el tiempo, las áreas funerarias se ensancharon, a veces por iniciativa de la misma Iglesia. Es típico el caso de las catacumbas de San Calixto: la Iglesia asumió directamente su administración y organización, con carácter comunitario.
Con el edicto de Milán, promulgado por los emperadores Constantino y Licinio en febrero del año 313, los cristianos dejaron de sufrir persecución.
Podían profesar su fe libremente, construir lugares de culto e iglesias dentro y fuera de las murallas de la ciudad y comprar lotes de tierra sin peligro de que se les confiscasen.
Sin embargo, las catacumbas siguieron funcionando como cementerios regulares hasta el principio del siglo V, cuando la Iglesia volvió a enterrar exclusivamente en la superficie y en las basílicas dedicadas a mártires importantes.
Pero la veneración de los fieles se centró de modo particular en las tumbas de los mártires; en realidad fue en torno a ellas donde nació el culto a los santos. Sin embargo, este culto especialísimo a los mártires no suprimió la veneración profesada a los muertos en general. Más bien podría decirse que, de alguna manera, quedó realzada.
En efecto: en la mente de los primeros cristianos, el mártir, víctima de su fidelidad inquebrantable a Cristo, formaba parte de las filas de los amigos de Dios, de cuya visión beatifica gozaba desde el momento mismo de su muerte: ¿qué mejores protectores que estos amigos de Dios?
Los fieles así lo entendieron y tuvieron siempre como un altísimo honor el reposar después de su muerte cerca del cuerpo de algunos de estos mártires, hecho que recibió el nombre de sepultura ad sanctos.
Por su parte, los vivos estaban también convencidos de que ningún homenaje hacia sus difuntos podía equipararse al de enterrarlos al abrigo de la protección de los mártires.
Consideraban que con ello quedaba asegurada no sólo la inviolabilidad del sepulcro y la garantía del reposo del difunto, sino también una mayor y más eficaz intercesión y ayuda del santo.
Así fue como las basílicas e iglesias, en general, llegaron a constituirse en verdaderos cementerios, lo que pronto obligó a las autoridades eclesiásticas a poner un límite a las sepulturas en las mismas.
 
FUNERALES Y SEPULTURA
Pero esto en nada afectó al sentimiento de profundo respeto y veneración que la Iglesia profesaba y siguió profesando a sus hijos difuntos.
De ahí que a pesar de las prohibiciones a que se vio obligada para evitar abusos, permaneció firme en su voluntad de honrarlos.
Y así se estableció que, antes de ser enterrado, el cadáver fuese llevado a la Iglesia y, colocado delante del altar, fuese celebrada la Santa Misa en sufragio suyo.
Esta práctica, ya casi común hacia finales del s. IV y de la que San Agustín nos da un testimonio claro al relatar los funerales de su madre Santa Mónica en sus Confesiones, se ha mantenido hasta nuestros días.
San Agustín también explicaba a los cristianos de sus días cómo los honores externos no reportarían ningún beneficio ni honra a los muertos si no iban acompañados de los honores espirituales de la oración: “Sin estas oraciones, inspiradas en la fe y la piedad hacia los difuntos, creo que de nada serviría a sus almas el que sus cuerpos privados de vida fuesen depositados en un lugar santo. Siendo así, convenzámonos de que sólo podemos favorecer a los difuntos si ofrecemos por ellos el sacrificio del altar, de la plegaria o de la limosna” (De cura pro mortuis gerenda, 3 y 4).
Comprendiéndolo así, la Iglesia, que siempre tuvo la preocupación de dar digna sepultura a los cadáveres de sus hijos, brindó para honrarlos lo mejor de sus depósitos espirituales. Depositaria de los méritos redentores de Cristo, quiso aplicárselos a sus difuntos, tomando por práctica ofrecer en determinados días sobre sus tumbas lo que tan hermosamente llamó San Agustín sacrificium pretii nostri, el sacrifico de nuestro rescate.
Ya en tiempos de San Ignacio de Antioquia y de San Policarpo se habla de esto como de algo fundado en la tradición. Pero también aquí el uso degeneró en abuso, y la autoridad eclesiástica hubo de intervenir para atajarlo y reducirlo. Así se determinó que la Misa sólo se celebrase sobre los sepulcros de los mártires.
 
LOS DIFUNTOS EN LA LITURGIA
Por otra parte, ya desde el s. III es cosa común a todas las liturgias la memoria de los difuntos.
Es decir, que además de algunas Misas especiales que se ofrecían por ellos junto a las tumbas, en todas las demás sinaxis eucarísticas se hacía, como se sigue haciendo todavía, memoria —mementode los difuntos.
Este mismo espíritu de afecto y ternura alienta a todas las oraciones y ceremonias del maravilloso rito de las exequias.
La Iglesia hoy en día recuerda de manera especial a sus hijos difuntos durante el mes de noviembre, en el que destacan la “Conmemoración de todos los Fieles Difuntos”, el día 2 de noviembre, especialmente dedicada a su recuerdo y el sufragio por sus almas; y la “Festividad de todos los Santos”, el día 1 de ese mes, en que se celebra la llegada al cielo de todos aquellos santos que, sin haber adquirido fama por su santidad en esta vida, alcanzaron el premio eterno, entre los que se encuentran la inmensa mayoría de los primeros cristianos