domingo, 1 de mayo de 2011

CUESTIÓN DE PRIORIDADES (Jn 20, 19-31)


Hemos oído, por lo menos alguna vez, que la felicidad consiste en la carencia de deseos. Hace unos días, una amiga me comentaba que era feliz porque le pedía poco a la vida,  es decir, se contentaba con poco. Y yo creo, meditando a la luz del ESPÍRITU SANTO, que es verdad.

La vida diaria puede presentarnos ocasiones o circunstancias diversas que nos llevan a perder la paz interior (dificultades familiares, laborales, escolares, personales, etc). ¿Cómo recobrar esta paz para poder transmitirla también a los demás? Ordenando nuestra vida, como decía san Agustín. Teniendo una recta jerarquía del amor, que él llama ordo amoris (el orden del amor). 

Todas nuestras dificultades se reducen a “problemas de amor”. No es que amemos poco, sino que podemos amar desordenadamente si no tenemos claras nuestras prioridades del amor. El vértice de este triángulo del amor le corresponde a Dios, luego viene el amor al prójimo y, en el puesto más bajo, el amor a nosotros mismos. 

Por eso san Agustín en dos palabras resumió lo que es la auténtica paz interior: tranquillitas ordinis. La tranquilidad del orden (interior). Pidamos a Dios que nos ayude a reestructurar nuestro orden del amor, para que podamos ayudar a todas las personas a que también encuentren esta paz auténtica.

“Para nuestra fe es importante nuestro testimonio cristiano de la resurrección de Jesús como un hecho real, histórico y atestiguado por muchos testigos acreditados (...) La resurrección de Cristo es nuestra esperanza y la luz que ilumina nuestra peregrinación terrenal que incluye el enigma humano del dolor y de la muerte” (Discurso del Santo Padre durante la Audiencia General, miércoles 15 de abril de 2009). 

Únicamente si creemos con firmeza que Cristo ha resucitado podemos librarnos de nuestros miedos internos y poder tener la paz que Cristo quiere dejarnos en esta Pascua. La tranquilidad y la paz interior provienen de nuestro encuentro personal con Cristo. 

Así le sucedió a santo Tomás, que pasó de ser el Apóstol incrédulo, a dejarnos una de las confesiones de fe más hermosas de todo el Evangelio, que repetimos hasta nuestros días cuando el sacerdote en la misa eleva el pan y el vino consagrado: ¡Señor mío y Dios mío!

Haz, SEÑOR, que mi vida sea
tu Vida, y que sólo viva
para TI.
Primero amándote, luego 
amando a mis hermanos, 
y, finalmente a mí
mismo. Amén.