lunes, 26 de marzo de 2012

¿NO DEBERÍAMOS MIRARNOS PRIMERO?


San Juan 8, 1-11. En aquel tiempo, Jesús se retiró al ...

No cabe duda que si antes de juzgar tuviésemos la serenidad y paciencia de mirarnos nosotros mismos, nuestros juicios serían diferentes. Esa sentencia de contar hasta diez antes de señalar o hablar nos viene bien. Porque realmente nadie está libre de errores, de apetencias, de tentaciones y de fallos.

Por lo tanto, ¿con qué autoridad nos atrevemos a juzgar a los demás? Indudablemente que necesitamos unas leyes que nos ayuden a purificarnos, a pagar nuestros errores y a tratar de corregirnos. De no ser así, nuestra convivencia sería un infierno. Hay que poner limites a nuestra conducta pecadora y tentada al mal, pero siempre desde una perpectiva misericordiosa y humilde, pues nadie está libre de pecado ni facultado para lanzarles piedras al otro.

Es el caso de la Palabra de hoy. Jesús nos da testimonio de cómo debemos actuar. Si es verdad que esa mujer cometió adulterio, pero también es verdad que los que se convierten en sus jueces son culpables de su pecado. Sin darnos cuenta, y también dándonos cuenta, nos convertirnos en los culpables de los pecados que otros cometen.

Somos excluyentes y marginadores, y con nuestras actitudes rechazamos a aquellos que nos estorban, nos dificultan nuestros intereses, o, simplemente, nos sacan de nuestra zona  de confort. Con nuestro propio estilo de vida, confortable y cómodo, excluimos de la sociedad a otros, los pobres, que son consecuencia de nuestro proceder y vivir.


Nos gusta comprar barato, vivir bien y cómodo, tener todos los derechos y pocos deberes, que haya justicia, que... Pero quizás no hacemos justicia con nosotros, ni pensamos en aquellos que, por nuestro proceder, son víctimas de otros. Consumimos sin pensar que ese consumir enriquece a unos y perjudica a otros, precisamente los más pobres.

Jesús, en esta ocasión, nos enseña que está al lado de los atrapados, de los sin voz, de los indefensos, y con serenidad, sin aspaviento ni violencia, nos interpela y nos lanza esa pregunta que nos hace mirarnos y vernos tal y como somos. ¿Estamos limpios de pecados para ser los jueces de otros? ¿Estamos nosotros liberados para así tratar de liberar a otro?

Sólo se me ocurre implorar al Espíritu Santo que nos ilumine, nos de la claridad necesaria para saber estar y comprender; saber ser humilde y compartir;  saber ser suave y bueno para perdonar y dar testimonio de que sólo en la verdad podemos llegar a alcanzar esa felicidad y paz que todos buscamos. Amén.

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