viernes, 31 de mayo de 2013

LA VIDA SIEMPRE ES ALEGRÍA



(Lc 1, 39-56)

No se puede entender que dar la vida sea algo penoso y triste. Y no se puede entender porque transmitir la vida es lo más grande que una persona puede hacer. Y ese don le ha sido dado a la mujer: dichosa toda aquella que es dadora de vida y que la transmite dándose desde su cuerpo y su alma.

La Virgen nos da ese testimonio, y aunque no entiende lo que ocurre en su alma, proclama confiada la grandeza del Señor y se alegra su espíritu en Dios, su salvador. Corre de prisa a visitar a su prima Isabel, porque quiere compartir con ella esa maternidad que también a ella fue donada. Y el encuentro produce la alegría y proclamación a María como Madre de Dios.

¿Nos alegramos nosotros de la misma manera? ¿Confiamos nosotros la vida que nos ha sido dada en las Manos de Dios? ¿Aceptamos esa vida como un regalo que nos ha sido confiado en la ruta de nuestro camino? ¿O posiblemente rechazamos esa vida cuando no nos apetece o nos exige darnos sin condiciones?

Son preguntas a las que podemos encontrar respuestas en la actitud y actuación de María. Ella dejó mucho, murió a mucho y arriesgó todo lo que tenía porque la Voluntad de Dios le pidió ser la Madre de Dios. Un Dios hecho hombre, enviado para enseñarnos y revelarnos el amor del Padre y para señalarnos el camino por el que debemos dirigirnos para llegar a Él.

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