miércoles, 7 de enero de 2015

LLEGA LA HORA

(Mt 4,12-17.23-25)

Jesús así lo interpretó. Enterado de que habían apresado a Juan el Bautista, sale a la vida pública y empieza a proclamar el Mensaje para el que fue enviado a este mundo. Había terminado la hora del precursor y empezaba la de Jesús, el Salvador del mundo.

Y Jesús nos anuncia que el Reino de los cielos está cerca. Y tan cerca que lo tenemos presente delante de nosotros. Y ahora también, porque a través de la Iglesia, Jesús se hace presente en los sacramentos y en la comunidades o grupos. No está físicamente, pero sí está sacramentalmente, presente bajo las especies de pan y vino. Es el Señor que vive y se manifiesta entre nosotros.

Jesús recorre los alrededores de Galilea. Cura y sana a todos los que se acercan a Él, y les proclama la Misericordia de Dios. Y le siguen multitudes interesadas en ser curadas. Supongo, sin lugar a duda, que a nosotros nos ocurriría igual hoy. Si supiésemos de alguien que curara enfermedades de todo tipo, incluso las que son raras y difíciles, acudiríamos, haciendo el esfuerzo que sea, sin pensarlo. Pero, ¿y las enfermedades del espíritu?

He compartido en otros momentos mi asombro al ver a tanta gentes esforzándose en cuidar su salud; haciendo ejercicios físicos y preocupados en mantener su cuerpo sano. Y es bueno y saludable, y se debe hacer porque somos responsables de cuidarnos. Pero, por la misma razón, ¿cómo es que no cuidamos nuestra alma? El cuerpo, a pesar de tantos cuidados, caducará tarde o temprano, pero nuestro espíritu seguirá vivo, y será eterno. Dependerá de nosotros ahora de que mañana, la eternidad, viva gozoso y feliz.

Busquemos al Médico Bueno que cura las enfermedades, pero busquémoslo no sólo para sanar el cuerpo, sino fundamentalmente para salvar el alma, porque es ella la que permanece eternamente.

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