viernes, 26 de junio de 2015

PRIMERO RECONOCERME PECADOR

(Mt 8,1-4)


Está claro que no va al médico sino aquel que se siente enfermo. Un enfermo de azúcar no se da cuenta de su enfermedad si no se hace un control de su glucosa, porque ella no avisa. Te va deteriorando sin que te des cuenta. Y, el ejemplo que nos sirve a nosotros, no acudes al médico a controlársela sino cuando adviertes que la padeces.

De igual forma, no acudirás al Señor mientras no reconozcas tu condición pecadora. La lepra del pecado nos va minando y comiendo nuestra alma, y contagiándonos hasta perdernos. Necesitamos advertirlo, y ya descubierta la enfermedad buscar al Médico del alma para que nos limpie y nos sane. Es resaltable y digno de admiración  la confianza del leproso en el poder del Señor para curarle. Pero más importante es darnos cuenta de nuestras lepras, no tan visibles como la lepra original, pero igual de mortífera que ella.

El mundo nos distrae, y los ambientes tan contaminados de bienestar, de comodidades, de pasa tiempos y diversiones; de distracciones, eventos deportivos, ocio y juegos, actos sociales...etc. A los que se suman Internet, televisiones, vídeos, películas y un sinfín de actividades que nos excluyen a Dios de nuestra vida. Es más, llegamos a pensar que Dios nos molesta y estorba, y, en el mejor de los casos, pensamos que ya le atenderemos cuando seamos mayores y le necesitemos, pero por ahora no nos hace falta.

Posiblemente pensemos que no nos hace falta ninguna limpieza. Somos gente buena y honrada y sana. Y eso de la lepra no va con nosotros. Sin embargo excluimos a muchos, rechazamos a aquellos que no gozan de nuestra simpatía y seguimos nuestros proyectos sin tener en cuenta a los demás. En pocas palabras, pensamos en nosotros y muy poco en los demás. Y en ese poco de los demás solo incluimos a algunos: hijos, familiares y amigos que nos caen muy simpáticos. Los enemigos ni verlos.

No es leve nuestra enfermedad de lepra, que nos aleja del Señor y nos mancha con el pecado del desamor. Llega incluso a vendarnos nuestros ojos y no ver sino lo que el pecado quiere que veamos. Permanecemos ciegos y dejándonos guiar por ciegos. Y mientras no descubramos nuestras lepras no recurriremos al Señor para pedirle que nos limpie. Y pedírselo con confianza, porque el Señor ha venido para limpiarnos, pero necesita, como el leproso del Evangelio, que le digas: «Señor, si quieres puedes limpiarme»

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