jueves, 4 de junio de 2015

TÚ, SEÑOR, ERES LO PRIMERO

(Mc 12,28-34)


Sin lugar a dudas que el Señor, nuestro Dios Padre, es lo primero. Él es el único Señor, y a Él debemos amar con todo nuestro corazón, nuestra alma, nuestra mente y todo nuestro ser. Porque sin su amor poco seremos y no podremos amar al prójimo, nuestro segundo mandamiento. Ambos son los primeros y mayores mandamientos y en los que están contenidos todos los demás.

Sería absurdo amar a Dios y olvidarse del prójimo. Y también lo contrario, amar al prójimo sin tener en cuenta a Dios. El uno, el primero sobre el amor a Dios es imprescindible para cumplir el segundo. Y sin el segundo es imposible demostrarle a Dios que le amamos. Porque el amor a Dios consiste en demostrárselo en el prójimo. Es decir, la única manera de decirle a Dios que le queremos es amando al prójimo. Y ahora nos emerge una nueva pregunta: ¿Cómo amar al prójimo? Porque hay prójimos que nos resulta imposible amarlos. Esa es la cuestión, que tengo que decirle a Dios que le amo, pero la única forma de besar el rostro del Señor es besando el del prójimo.

Jesús es la Referencia. Él es el modelo en el que tenemos que medirnos y fijarnos. Hay que intimar con Él para saber sus secretos de amar. Y no sólo intimar, sino dejarse llevar por su Palabra y sus consejos. Él nos ha dejado un compañero experto, sin error y perfecto en el arte de guiarnos y darnos las oportunas enseñanzas y tácticas para amar: El Espíritu Santo. En Él podemos encontrar todo lo necesario para imitar a Jesús y alcanzar la capacidad de amar como Él.

Asistidos en Él encontraremos respuestas a cada situación que la vida nos depara. Al mismo tiempo nacerá una amistad íntima de colaboración donde nosotros aportamos nuestra libertad y obediencia, y Él, el Espíritu, nos ilumina, nos infunde luz, sabiduría, valor, entendimiento y capacidad para discernir el camino que tenemos que tomar a cada instante. Claro, esto supone íntimo contacto en la oración, en ir en íntima colaboración durante todo el tiempo de nuestro camino.

Y, sobre todo, en una frecuente comunión Eucarística con el Cuerpo y la Sangre de Jesús: Nuestra fortaleza y nuestro alimento.

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