lunes, 9 de noviembre de 2015

SOMOS TEMPLOS DE DIOS

(Jn 2,13-22)


Se hace difícil imaginar a Jesús echando a aquella gente del templo, y volcándole las mesas donde hacían todo tipo de operaciones. Habían convertido el templo en un lugar de transacciones comerciales y de todo tipo de interés económico. Su finalidad, dar culto y alabanza a Dios, se había pospuesto.

No cabe ninguna duda que el acto de Jesús descubre valentía, y, sobre todo, compromiso con su Misión, la de revelar a los hombres la Buena Noticia de salvación que, en Él, se cumplía. El verdadero templo de Dios queda fijado en el interior de cada hombre. Somos templos vivos de Dios, y en Cristo seremos, como Él, resucitados.

El templo físico, hasta ahora, lugar donde los creyentes se reunían, no era sino el espacio dedicado a celebrar el culto y la alabanza a Dios. Lugar que ya se estaban profanando dedicándolo a otros menesteres de tintes económicos. Jesús, lo descubre e instituye el templo espiritual que cada uno somos al quedar configurados por Jesús, en nuestro Bautismo, como profetas, sacerdotes y reyes.

Somos templos del Espíritu Santo, y como Jesús, nadie podrá destruirnos, porque, en Él, resucitaremos al final de los tiempos, cuando venga a establecer su Reino. En esa esperanza caminamos por este mundo contra las tempestades, soportando las adversidades y sufrimientos, porque sabemos de nuestra victoria final.

Allí, donde haya una o más personas reunidas en el nombre de Dios, allí hay un templo santo de Dios. De tal manera que nunca, mientras haya un creyente, se podrá destruir el verdadero Templo de Dios, que somos cada uno de sus hijos.

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