miércoles, 1 de abril de 2015

TRES ACTITUDES FUNDAMENTALES

(Mt 26,14-25)


Una actitud de lejanía. No podemos permanecer en el Señor desde la distancia. No desde la distancia física, pues no lo vemos, sino de la distancia espiritual, de la distancia del corazón, de la distancia de dejar de sentir y experimentar su presencia espiritual en nuestro corazón. Porque en cuanto nos alejamos de su presencia y dejamos el trato más íntimo a través de la oración, el enemigo nos invade y nos tienta.

¡Jesús, el Señor, Vive, ha Resucitado! Y no lo ha hecho para estar lejos de nosotros, sino para acompañarnos en nuestro camino hacia la Casa del Padre. La experiencia nos dice que en la medida que le abandonamos, como ocurrió en la parábola del hijo prodigo, el Maligno nos sale al paso ofreciéndonos una vida cómoda, fácil, placentera, y prometedora de felicidad. Y pronto caemos en sus redes, de las que difícilmente nos costará salir.

Somos libres y el Señor respeta esa libertad. Es el esfuerzo que nos corresponde a nosotros realizar y que, el Señor, deja a nuestra entera disponibilidad y libertad. Por eso, ejercitarnos y permanecer cerca del Señor es el esfuerzo que debemos exigirnos, y la petición que debe estar siempre en nuestra boca: "Dame Señor la fuerza de permanecer en Ti".

La segunda actitud es la escucha abierta y disponible. Una escucha a entender lo que el Señor nos pide. Hace dos días, en la catequesis penitenciaria, un recurso asistió sin saber por qué a la misma. Me dijo que se apuntó porque como era Semana Santa debería venir, pero no imaginaba que era catequesis. Pensé inmediatamente que los caminos del Señor, como quizás ese que brindó su casa para la cena Pascual, son inexplicable. Pero ese joven asistió, y pronto, unos minutos más tarde confesaba, ante mi asombro, con el capellán. Creo que eso deja clara esta actitud: "En el silencio de este día que empieza vengo a pedirte Señor paz, sabiduría y fortaleza.

Y la tercera actitud quizás duerme dentro de nuestro corazón. Es la mentira, la mentira del pecado. Las malas intenciones que nos tientan y que, vencidos por el mal, tratamos luego de enmascarar y disimular, escondiéndolas ante los demás y también ante Dios. ¿Creemos que podemos engañar a Dios? Posiblemente pensamos que no, pero quizás no nos lo tomamos en serio. Nuestra debilidad humana nos engaña y nos confunde. No somos conscientes de la realidad ni de la gravedad de nuestros actos. Ocurrió con Adán, Caín y ahora con Judas. Y se continúa en cada uno de nosotros. Nuestra oración debe ir dirigida a la súplica misericordiosa de la Infinita Misericordia de Dios.

Padre Bueno, no permitas que me aleje de Ti, ni de que cierre mis oídos a tus Palabras, ni que esconda mis pecados, para no dejar que tu Misericordia los limpies. Amén.