martes, 2 de febrero de 2016

LA FAMILIA, ESPACIO DE AMOR

(Lc 2,22-40)

La familia es fundamento de la sociedad. Familias unidas forman pueblos, que necesitan atenciones, servicios y cuidados. Sin familias, los pueblos desaparecen, así que podemos aventurarnos a decir que los pueblos que matan terminan desapareciendo. Y eso está ocurriendo hoy en nuestro mundo cuando millones de niños son asesinados en los vientres de sus madres.

Si una familia no se puede crecer, tanto físicamente como espiritualmente. En la familia descubrimos el amor y aprendemos a disciplinarnos. Crecemos descubriendo lo que nos quieren nuestros padres, que nos dan todo lo que necesitamos. Observamos privaciones, sacrificios y entrega. La familia es una escuela donde nuestro espíritu crece en el respeto, la libertad y el amor. Pero para eso tiene primero que haber y existir familia.

Porque una familia necesita amor, pero un amor generoso en darse, en entregarse, en respetarse, en libertad y responsabilidad, en diálogo sincero, en fidelidad y en perseverar unidos por amor a sus hijos y también a ellos mismos. Y eso no es fácil en un mundo donde se busca la comodidad, la satisfacción, el placer, el dinero y la riqueza, el poder y tu propio egoísmo. Renunciar y morir a todo eso supone un cambio de valores, donde el respeto y la responsabilidad son fundamentales. Y eso exige sacrificio, renuncias y, sobre todo, amor. Es de ese amor del que hablamos.

Jesús nace en familia, y en familia cumplen los requisitos de las leyes de su pueblo. Y, como siempre, su presencia despierta maravillas como la de Simeón: «Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel».

Siempre me ha maravillado estos encuentros, en que la presencia de Jesús despierta asombro y mueve, en el Espíritu Santo, el cumplimiento profético. ¿Es qué no es un milagro? ¿Cómo un señor, ya mayor, puede decir estas cosas de Jesús y de su Madre? ¿No es esto prueba de su Divinidad? ¿Y la profetiza Ana? ¿Cómo puede también alabar a Dios y hablar de aquel niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén?

Jesús, no sólo con su Palabra, sino con todos los acontecimientos de su Vida, va proclamando su filiación Divina del verdadero y único Hijo de Dios, que ha venido a salvar a todos los hombres.

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