jueves, 11 de agosto de 2016

LA CRUZ DEL PERDÓN

(Mt 18,21—19,1)

Podemos decir que los cristianos creyentes y comprometidos estamos en desventaja. En desventaja porque, a pesar de todo lo que nos perjudiquen los otros, estamos en actitud de perdonarles. No lo hacemos por obligación, sino por amor, correspondiendo así al Amor que Dios tiene para con nosotros. De tal forma que esa cruz que perdona la tenemos que cargar cada día.

No podemos, o mejor, no debemos responder con venganza ni con odio ni represalias a aquellos que nos han ofendido y perjudicado. Nuestra arma de ataque siempre ha de ser el amor. Y aunque a simple vista parece débil y frágil, es el arma más poderosa con la que se ganan las batallas y guerras más grandes. Eso no impide que podamos enfadarnos y hasta enérgicamente defendernos, pero siempre dominando nuestros impulsos violentos. La verdad y la justicia van de la mano y, en lugar de quedarnos quieto, siempre debemos esforzarnos en defenderlas. Pero nunca con la violencia y la venganza.

El Evangelio de hoy nos enseña la necesidad de perdonar siempre, porque el perdón es el nexo del amor. Y sin perdón tampoco hay amor. Jesús nos describe la semejanza del Reino de los Cielos con aquel rey que quiso ajustar cuentas con sus siervos (Mt 18,21—19,1). En esa enseñanza descubrimos como nos perdona nuestro Padre Dios, pero también como debemos nosotros corresponder a ese perdón con relación a los demás, porque de esa forma seremos también nosotros tratados y perdonados. 

No podemos esconder que el perdón representa una cruz. Una cruz difícil de cargar y de superar. Pero, tampoco es menos cierto, que, injertados en el Espíritu Santo, podemos superar esas dificultades y vivir la experiencia del perdón. Nuestra vida es un constante perdón por parte de nuestro Padre Dios, y, así como somos perdonados, también nosotros debemos perdonar. Y para ello necesitamos la Gracia del Espíritu Santo que nos acompaña y fortalece.

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