sábado, 17 de septiembre de 2016

SEMBRAR - MORIR - DAR FRUTOS

(Lc 8,4-15)


Toda la vida empieza por nacer, para luego crecer y desarrollarse y dar frutos. Digamos que la consecuencia de vivir es dejar huella, es decir, dar frutos. La vida es un don de Dios, que si se corta o mata dejará de dar esos frutos que de ella se espera. Porque ninguna otra lo hará por ella.

Sembrar es una constante en la vida, pero la siembra es el comienzo de la misión que, luego madurando dará los frutos que tiene asignado. Pero, la siembra tiene sus peligros y dificultades. Depende del lugar, el ambiente, la tierra, el agua, los cuidados y muchas otras cosas. Hoy, Jesús, con una claridad meridiana y una paciencia infinita nos explica y enseña el camino de la semilla sembradora y sus peripecias en orden a cumplir su misión, tal es la de dar frutos.

La semilla se siembra, pero no todas caen en buen lugar o buena tierra. Unas quedan al borde del camino, son pisadas y comidas por los pájaros. Otras caen en tierra pedregosa y secas por falta de humedad mueren. Otras caen en tierra llena de abrojos y ahogadas por estos, perecen. Y, ¡por fin! otras caen en tierra buena y fértil y agarradas a su raíz, que entierran profundamente, crecen, maduran y dan frutos.

Ocurre así en la vida. Unos escuchan la Palabra, pero lo hacen con indiferencia, mirando más al mundo que nos seduce. Llega el diablo y se los lleva con él. Otros escuchan la Palabra con alegría y entusiasmo, pero se quedan en la superficie, no profundizan, y el menor zozobro los tambalean y abandonan. Hay otros que escuchan y acogen bien la Palabra, pero también escuchan al mundo. Tratan de estar bien con dos señores, y terminan por servir al más cómodo y apetecible. Eligen la puerta ancha y espaciosa.

Sin embargo, hay otros, los de la tierra buena y fértil que escuchan la Palabra, la aceptan, la acogen, la guardan, la hacen suya, la reflexionan y meditan, y tratan de llevarla a sus vidas cada día perseverando en ella. Así, en esa medida, dan frutos. 

Pidamos la sabiduría y la humildad de escuchar la Palabra y disponer nuestra tierra para que, fertilizada por la Gracia del Espíritu Santo, sea transformada en tierra buena y fertil para dar muchos y buenos frutos según la Voluntad del Señor.

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