lunes, 10 de octubre de 2016

DE INGRATITUDES A EXIGENCIAS


(Lc 11,29-32)
El hombre no sólo es ingrato con todo lo recibido, sino que exige pruebas y demostraciones para enderezar el rumbo de su vida. En la medida que cierra su corazón se vuelve más necio e ignorante. Su ceguera crece a ritmo desmesurado y pierde todo atisbo de atención a la Palabra que salva.

Ante la alegría y el asombro de verse curado, el hombre reacciona ingratamente y se olvida de dar gracias. Pero, más que eso, pierde el verdadero tesoro de curar su corazón engreído, endurecido, soberbio y egoísta y de perderse para siempre. Porque lo importante no es la lepra del cuerpo, sino la del alma. Pues el cuerpo se corrompe y muere, pero el alma perdura eternamente y se unirá, más tarde, a ese cuerpo glorioso con el que resucitaremos según nuestra fe.

Por eso, ante la pasividad, desidia e indiferencia que el hombre demuestra, Jesús nos llama generación malvada. Porque exigimos pruebas y milagros que nos convenza, como si de un teatro se tratara, y en el que nosotros presenciamos el espectáculo cómodamente sentados hasta quedar convencidos y dar nuestro sí. Realmente estamos equivocados, porque la fe nos exige dar nuestra respuesta y fiarnos de la Palabra del Señor sin esperar más que el signo de la Cruz y su Resurrección.

Así ocurrió con los ninivitas, para los que Jonás fue una señal. Y así será para esta generación, la nuestra, para la que el Hijo del Hombre es el Signo y señal en la Cruz, Muerto y Resucitado. Ese es el fundamento de nuestra fe y por lo que esperamos en el Señor resucitar también. 

«Los ninivitas se levantarán en el Juicio con esta generación y la condenarán; porque ellos se convirtieron por la predicación de Jonás, y aquí hay algo más que Jonás». 

El Señor Jesús es el Mesías esperado, el salvador que el pueblo de Israel esperaba. Y no le será dado otro signo que ese, el signo de la Cruz, escándalo para muchos y salvación para todos aquellos que creen en el Señor.

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