El ayuno era una práctica frecuente dentro de las costumbres de los judíos. Un acto de piedad más que lo practicaban en ciertos momentos y para ciertas misiones o fiestas como expresiones de duelos, de penitencia y preparación...etc. Les extraña mucho que Jesús no inculque el ayuno.
Y Jesús les responde dándoles razones fundamentales. El esposo está con ellos, y la esposa, el pueblo de Israel, ahora el pueblo de Dios, no necesita ayunar cuando está con el Esposo. El esposo, según la expresión de los profetas de Israel, indica al mismo Dios, y es manifestación del amor divino hacia los hombres (Israel es la esposa, no siempre fiel, objeto del amor fiel del esposo, Yahvé). Es decir, Jesús se equipara a Yahvé. Está aquí declarando su divinidad: llama a sus discípulos «los amigos del esposo», los que están con Él, y así no necesitan ayunar porque no están separados de Él (Comentario: Rev. D. Joaquim VILLANUEVA i Poll (Barcelona, España).
Jesús da un giro y un sentido nuevo a esta práctica del ayuno. El ayuno fortalece la oración y sirve para prepararnos para la lucha y el combate contra las tentaciones de la vida diaria. Jesús ayuna en el desierto como preparación a su vida publica. El ayuno como instrumento de preparación para estar fortalecido en la oración y en el desapego. Por eso, Jesús nos habla de renovarnos y nos pone el ejemplo del paño viejo puesto en el nuevo:
«Nadie cose un remiendo de paño sin tundir en un vestido viejo, pues de otro modo, lo añadido tira de él, el paño nuevo del viejo, y se produce un desgarrón peor. Nadie echa tampoco vino nuevo en pellejos viejos; de otro modo, el vino reventaría los pellejos y se echaría a perder tanto el vino como los pellejos: sino que el vino nuevo se echa en pellejos nuevos».
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