(Lc 1,57-66.80) |
Pasamo de largo lo que Dios, nuestro Padre, nos dice en el -Ap 3, 20-. Nos llama a que abramos la puerta de nuestro corazón para entrar a cenar con nostros; para descubrirnos lo que quiere de nosotros; para transmitirnos su amor y donde nos quiere llevar; para darnos la alegría, el gozo, la felicidad y la Vida Eterna. Y nos ha dicho que, despues de su Ascensión al Padre, vendría el Espíritu Santo, el Paráclito, el Defensor, para auxiliarnos y darnos sus dones de fortaleza, de ciencia, de sabiduría, de inteligencia de entendimiento, de piedad y santo temor de Dios, con los que podemos superar todos los obstáculos, tentaciones y seducciones que el mundo nos tiende y nos tienta.
Por nuestro Bautismo hemos recibido al Espíritu Santo. Un bautismo de fuego y Espíritu, que nos hace hijos de Dios y nos abre las puertas del Cielo. Y en Él podemos emprender el camino con garantía de éxito. Y ese camino tendrá una meta. Una meta que implica una misión, porque todo camino tendrá un final. Y nuestro final es alcanzar la Vida Eterna prometida junto al Señor. Y ese camino tendrá una misión. Una misión a la que nos acompañará y dirigirá el Espíritu Santo.
Por lo tanto, debemos estar atento, como lo estuvo María, nuestra Madre y Madre de Dios. Atentos y disponibles a la acción del Espíritu Santo, para, preparados responder a su llamada . Tal fue la respuesta de María, como también la de su prima Isabel y su esposo Zacarías. Ellos fueron perseverantes y constantes en la oración y fidelidad al Señor. Ellos dejaron su esperanza abandonada en Dios. También, a nosotros no toca perseverar y creer en el Señor, llenándonos de paciencia y de esperanza.
Es posible que no comprendamos muchas cosas, ni que tampoco nos lo creamos, pero tangamos confianza en Dios. Lo ocurrido a Zacarías nos puede servir de ejemplo y ayuda para saber, también nosotros esperar.
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