sábado, 27 de enero de 2018

¿DÓNDE DESCUBRO MI FE?

Mc 4,35-41
Hay muchos momentos donde mi fe se esconde, se desdibuja y, hasta casi se borra. Es tan débil que casi desaparece, y no sólo de mi vista, sino también de la vista de los demás. Son esos momentos de tribulación, de inseguridad y de incapacidad de respuesta.  Como aquel joven rico que,  frunciendo el ceño, agachó la cabeza tristemente, pues su corazón estaba muy apegado a las riquezas que tenía y eso le impedía escuchar y seguir al Señor.

Nuestra fe se ve empañada, oscurecida y vencida ante nuestros egoísmos, que ciegos por los apegos y apetencias ignoran o esconden la realidad de lo que tienen enfrente. Todo lo de aquí abajo, por muy bonito que parezca es pura apariencia. Son espejismos fugaces que, de la misma forma que aparecen desaparecen. Son cosas caducas y perecederas, y servir y someterse a todo aquello que puede morir es un grave error, pues con ellas morimos nosotros también.

En cambio, el Señor no pasa solamente, sino que se mantiene eternamente. Su Palabra es Eterna y pervive siempre. Es gozosa y llena de paz y alegría eterna. Hay que experimentarla y para ello se hace necesario morir a las cosas de aquí abajo. Indudablemente nos cuesta, pero abiertos a la Gracia del Señor podemos hacerlo y hacerlo con gozo y alegría. Porque, nada llena tanto como la Gracia y el Amor del Señor. Es más, esa es nuestra vocación, que, a pesar de rechazarla, no descansaremos hasta descansar en Él.

Luego, me pregunto, ¿dónde está mi fe? ¿Dónde la descubro? ¿acaso es una fe de "quita y pon" según las circunstancias y los momentos vividos? ¿O una fe muerta y sin vida? En el Evangelio de hoy Jesús nos interpela y cuestiona nuestra fe. ¿Cómo podemos atemorizarnos estando con Él? ¿No es eso síntoma de que no creemos en Él, o, al menos, no estamos seguro? La fe es algo que no se puede esconder, pues de existir se descubre, se nota y hasta contagia.

Ahora, no debemos desesperar ni tampoco desanimarnos. También les ocurrió a los apóstoles, que, dicho sea de paso, no entendía nada. ¿Cómo no nos va a ocurrir también a nosotros? Hasta cierto punto es normal. Somos humanos y pensamos como humanos, muy lejos de Dios. Nuestra razón es limitada, débil y fácil de equivocarse. Es imperfecta y sujeta al error. Estamos infinitamente lejos de Dios, y eso nos puede dar la medida de su grandeza, pero también la infinita Misericordia y el infinito Amor que nos tiene.

Confiemos en Él y tengamos la paciencia suficiente, por su Gracia, para que nos abra la mente y nos vaya dando la sabiduría y la luz que nos haga fortalecer nuestra fe. Una fe que se mueva, que se visualice y se tranforme en signos y obras. Una fe que mueva montañas y que descanse en Él, confiando en su Palabra, en su Amor y Misericordia.

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