domingo, 18 de febrero de 2018

IGUAL QUE NOSOTROS MENOS EN EL PECADO

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Mc 1,12-15
Cuesta creer que Jesús sufrió como cualquier hombre del planeta. Cuesta creer que Jesús sintió sed, hambre, cansancio...etc. Cuesta creer en su Naturaleza humana. Pero, la realidad es que el Evangelio no deja ninguna duda, Dios tomó la naturaleza humana y se hizo hombre. Se encarnó, de María, en un hombre como tú y como yo, y se doblegó a las limitaciones humanas para, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios. Al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos.

Jesús tiene su preparación y, antes de iniciar su misión, se retira al desierto donde sufre las tentaciones para que abandone y desista de su misión. ¿No nos ocurre a nosotros igual? ¿Cuántas veces experimentamos el desánimo, la tentación de abandonar? Necesitamos también nuestro propio desierto donde prepararnos y fortalecernos ante lo que se nos avecina cada día. Para esto nos sirve y nos prepara la cuaresma. Y no es una batalla por un tiempo. Es una batalla de cada día hasta que termine la guerra, que lo hará cuando exhalemos el último suspiro de nuestra vida aquí en la tierra.

Por todo ello, conviene caminar al ritmo del Señor y junto a Él. Para eso tenemos los sacramentos, en especial la Eucaristía, donde le encontramos, le tocamos y de su Espíritu nos alimentamos. El Señor se ha quedado para eso y será una tragedia para nuestra vida no aprovecharnos, visitarle y asistir con la mayor frecuencia a la invitación de su Banquete, su Cuerpo y su Sangre.

No olvidemos que el estar preparado para la lucha es fundamental. El diablo está al quite. El diablo es una realidad de la que habla Cristo repetidas veces en el Evangelio. También lo cita Pedro-1ºPedro 5,8 -.Y Pablo VI enseña: «El Demonio es el enemigo número uno, es el tentador por excelencia. Sabemos que este ser obscuro y perturbador existe realmente y que continúa actuando». Ignorarlo es de necio, pues le damos ventaja y le ponemos el camino fácil. Alejarnos del Señor y de la frecuencia de los sacramentos nos deja indefenso y a merced de sus garras.

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