lunes, 2 de abril de 2018

EL DISPARATE DE LA CEGUERA

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Mt 28, 8-15
Cuando no se quiere ver la verdad se cometen muchos disparates. Cerrar los ojos ante la verdad es la necedad más grave y grande que se puede cometer. Y aquellos sumos sacerdotes poco tenían de los que significa la verdadera esencia de un sacerdote. Estaban dispuesto a todo, incluso a cometer verdaderos disparates por mantener sus mentiras y su poder.

¿Cómo es posible que se pueda decir que los apóstoles se llevaron el cuerpo de Jesús? ¿Acaso lo podían ocultar a los ojos de los demás? Y, en el supuesto de haberlo hecho, ¿de dónde sacan las fuerzas para dar su vida por defender la Resurrección de Jesús? ¿Se puede dar la vida y engañar a muchos con algo que no ha sucedido? ¿Se puede sufrir tanto llevando una vida de padecimientos, de persecución, de miserias hasta dar la vida por sostener una mentira? ¿Es esto posible?

Solamente en la mente de los soberbios, de los egoístas y de los que han buscado su poder y su intereses se puede anidar un disparate tan grande como el de aquellos sumos sacerdotes. Y lo creen aquellos que, en su misma línea, anidan ese egoísmo, esa ambición y esa avidez a la satisfacción de su propio egoísmo sin tener en cuenta a los demás. 

No nos debe de sorprender, sino de comprender que estas cosas pasan en la mente de los hombres sometidos al maligno. Jesús ya lo había dicho en la parábola del del rico y el pobre Lázaro: "algunos no creerán aunque resuciten los muertos". Y es que levantarse de los errores cometidos no es nada fácil. Eso nos puede ayudar a valorar el gran esfuerzo de humildad que hizo el hijo pródigo para regresar a su casa. No ocurre lo mismo con los sumos sacerdotes, cómplices de la condena de Jesús a morir crucificado, que se mantienen en su soberbia, en sus mentiras para nos aceptar humildemente la fe en el Señor.

Y, a todas estas, los testigos que presentan los sumos sacerdotes son unos soldados dormidos. Dormidos todos, tanto ellos como los sumos sacerdotes y todos los que cerramos los ojos a la verdad. Para ver a Jesús y su Resurrección hay que tener los ojos bien abiertos. Abiertos a la Verdad y al Amor que, escrito dentro de nuestros corazones, nos enseñan el único y verdadero camino hacia el Señor.

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