lunes, 17 de septiembre de 2018

FE Y HUMILDAD

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Lc 7,1-10

No es nada fácil ser humilde. Es un ejercicio de abajamiento y de igualdad, mejor, de considerarte igual o menos que otro. Es un ejercicio de no creerte más que otro ni más dotado, ni superior en conocimientos o virtudes. Es sencillamente considerarte criatura de Dios y agraciado con todo lo que Él te ha dado gratuitamente. Por eso, la primera condición de tu humildad es ponerlo de la misma forma, es decir, gratuitamente en beneficio y provecho de los demás.

Y ese ejercicio de abajamiento, de humildad descubre tu fe. Porque, nadie es humilde si no cree en el amor, en la verdad y en la justicia. Si yo tengo ciertos poderes y autoridad para que otros me hagan caso, cuanto Tú, Señor, que curas, que sanas y nos rescata de la muerte volviéndonos a la vida. 

De alguna manera esa fue la manifiestación del aquel centurión. Si él era capaz de tener siervos disponibles a sus ordenes, ¡cómo no Jesús, del que había oído realizar grandes prodigios y milagros, tendría poder para con simplemente mandarlo sanar a su siervo! Su súplica contiene una fe sorprendente y firme, hasta el punto que Jesús la pone como modelo para Israel: «Os digo que ni en Israel he encontrado una fe tan grande».

Este testimonio, aunque lejano en el tiempo, debe servirnos para acrecentar nuestra fe. Porque, para el Señor nada hay imposible y todo lo puede, pero, como veíamos ayer, no se trata de encontrar el paraíso aquí en este mundo, sino llegar a él a través de este mundo cargando con la cruz que nos toca vivir. Pensemos que este camino es la gran oportunidad, no hay otra, que tenemos para lograr la curación, la libertad y la salvación, no de este mundo, sino para toda la eternidad.

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