Es bien sabido que
la mansedumbre y la humildad dan descanso. La experiencia nos descubre que
cuando se es humilde y manso de corazón, la conciencia descansa y, en
consecuencia, todo tu ser queda sumergido en la paz y descanso.
Pero, otra cosa
muy distinta es se manso y humilde. Se dice pronto y fácil, pero no lo es tratar
de serlo. Pacificarnos y abajarnos nos cuesta mucho, hasta el extremo de ser
casi imposible lograrlo por nuestra cuenta y con nuestras propias fuerzas. Sin
lugar a duda, en la hora de nuestro bautismo, el Espíritu Santo, ha bajado a
nosotros precisamente para eso, para ayudarnos a lograr ser humildes y mansos.
La paradoja es que
en la medida que nos damos – a pesar del cansancio y fatiga – experimentamos descanso
y tranquilidad. Y, al contrario, cuando buscamos descanso y tranquilidad,
desentendiéndonos del sufrimiento del otro, experimentamos más desasosiego e
intranquilidad que descanso y paz.
Y es que la mansedumbre y humildad se esconden en el desapego y el amor por servir al necesitado. Y en esa misma medida vamos encontrando la verdadera paz y el verdadero descanso. Entonces descubrimos que eso fue lo que hizo nuestro Señor Jesús, dar y darse por amor a los demás. Es ahí donde encontramos el verdadero descanso y paz.
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