| Lc 17, 26-37 |
La ciudad
estaba en fiesta. Nadie pensaba en otra cosa que no fuera divertirse y pasarlo
bien, sin tener en cuenta a quienes, en medio del jolgorio, sufrían y lo
pasaban mal.
No había pausa: era una continua locura sin silencio, que solo cesaba cuando
los cuerpos agotados caían en el sueño.
El
desenfreno de las pasiones iba rompiendo poco a poco la vida de aquellos que se
mantenían ajenos a esa agitación.
Rogelio
reunió a los suyos y les pidió moderación y respeto. Los invitó a guardar las
formas, a ser prudentes y a no olvidar que ese modo de vivir no conduce a
ningún lugar.
—Esto es
insoportable —dijo uno—. Ni siquiera por las noches podemos descansar.
—A mí me
ocurre lo mismo —añadió otro—. Estoy pensando en marcharme de este lugar.
Rogelio los
miró con serenidad, levantó un poco la voz y respondió:
—No
desesperen. Todo tiene su fin. Nosotros sabemos cuál es nuestro camino y cuál
nuestra esperanza. Tengamos confianza.
—Pero es
desesperante —gritó otro, con cierta rabia contenida—. Este bullicio, este
desorden… La gente solo piensa en pasárselo bien y vivir como si ese fuera el
fin para el que estamos en este mundo.
—De acuerdo
—replicó Rogelio—, pero nosotros conocemos lo que nos dice Jesús en Lc 17,
26-37. Y eso nos llena de esperanza.
Hizo una
pausa.
Miró con
ternura a todos y concluyó:
—El final de
este mundo no es sino el comienzo del verdadero. Aquí no termina nuestro
camino: este tiempo es solo preparación para el definitivo. Por tanto,
entreguemos nuestra vida en este mundo para ganarla en el otro, donde seremos
eternamente dichosos.
Se miraron
unos a otros. Comprendieron que Jesús, como Hijo del hombre, tenderá una senda
de salvación para los seres humanos, un camino de renovación y transformación
de la realidad humana.
Pero algo
tiene que morir para dar lugar a una realidad nueva.
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