| Mt 3, 1-12 |
Le molestaba que en la tertulia
no le reconocieran sus privilegios de gran orador y de destacado tertuliano.
Quería destacar y todo lo que le movía era distinguirse y ser notorio ante los demás.
—Buenos días, señores tertulianos —dijo con alegría y una abierta
sonrisa. Un día espléndido y una mañana llena de acontecimientos.
—¿De qué acontecimientos hablas? —respondió Fernando. ¿Acaso sabes algo
notable?
—Mi presencia ya es notable, ¿no te parece? —dijo Felipe con un tono
persuasivo y risueño. Por donde quiera que paso, cantan los ruiseñores y avivo
el ambiente. Muchos esperan admirados escuchar mis palabras y propuestas.
—¿Acaso piensas que te
basta con tus conocimientos y tus habilidades? —intervino Manuel—, que
escuchaba plácidamente.
Le miró fijamente y con
voz desafiante le dijo:
—¿No crees que tu corazón está
tan lleno de cosas de este mundo que no hay lugar para ti mismo, para tu propio
conocimiento y para conocer de dónde vienes?
—No necesito saber más, sino alcanzar más poder y riqueza. Ese es mi
gran objetivo.
—Sin embargo, sabemos
que en el momento del sufrimiento profundo, en el momento de la última soledad,
de la muerte, ningún seguro podrá protegernos.
Hizo una pausa y, con un
tono cálido y suave, le invitó a reflexionar, advirtiéndole:
—El único seguro válido
en esos momentos es el que nos viene del Señor, que nos dice también a nosotros:
«No temas, yo estoy siempre contigo». En Mt 3, 1-12, Juan el Bautista nos propone convertirnos
porque está cerca el reino de los cielos.
Su semblante se estremeció
y, agachando su cabeza, adoptó una posición reflexiva dando un suspiro profundo
y escondiendo su cabeza entre sus manos, tratando de encajar esas palabras que
había escuchado.
—Podemos caer —continuó
Manuel—, pero al final caemos en las manos de Dios, y las manos de Dios son
buenas manos.
El ambiente se había contagiado
de una atmósfera introspectiva que movió a Felipe a detenerse y mirarse a sí
mismo. ¡Quizás tendría que hacer hueco a ese Niño Dios que viene!
Convertirse durante el
tiempo de Adviento supone ante todo atender lo pequeño: cuidar de los débiles y
los enfermos; cultivar la amistad; contemplar y admirarse con la creación;
practicar la solidaridad y la hospitalidad; reservar un tiempo tranquilo para
orar y leer la Escritura o un libro de espiritualidad; conversar amigablemente
con las personas; servir con sencillez allí donde uno esté, sin aspavientos y
sin reclamar reconocimientos; quererse a uno mismo sin vanagloria.
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