Mt 18, 15-20 |
Cuando Pedro llegó, como de costumbre, a tomar su
café y relajar la mente, encontró un ambiente enrarecido. Un grupo de amigos
discutía con voces elevadas, llegando incluso al insulto. Santiago, el
camarero, intervino para pedir calma: aquello era una terraza pública y había
que respetar a los demás.
La escena quedó grabada en la mente de Pedro. Poco
después, en su charla habitual con Manuel, trajo el tema a colación.
—¿Qué opinas, Manuel, sobre los conflictos entre
amigos o familiares?
—¿Te refieres a insultos y ofensas?
—Sí, a las discusiones que nacen de intereses
personales.
—Creo que siempre es mejor controlarse y hablar con
respeto. Imponer la propia idea casi siempre lleva a pleitos y heridas.
—Lo que vi hoy fue distinto: unos amigos casi llegan
a las manos. Gracias a Santiago, se calmó todo.
—Eso me recuerda a las palabras de Jesús en Mt 18,
15-20 —respondió Manuel—. Él enseña a corregir primero en privado, para
proteger la reputación y buscar la verdad cara a cara.
—¿Y si no hay buena actitud ni deseo de paz?
—Entonces, si es grave, se recurre al grupo o la
familia. Corregir no es fácil: la soberbia y la intolerancia cierran puertas y
dejan al descubierto nuestras propias incoherencias. Por eso, la corrección
solo puede enraizarse en la caridad: hacia quien tropieza y hacia quienes
sufren las consecuencias.
—Es una buena respuesta.
—Recuerda, Pedro: eso exige pureza de intención y
discernimiento. Solo el amor descoloca.
Los conflictos son semillas que crecen en el terreno de la soberbia y el afán de imponer la propia voluntad. La única solución es la caridad: bañando el conflicto de verdadero amor, se limpian las malas intenciones y se encamina todo hacia la concordia y la paz.
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