«Siempre me
ha llamado la atención el misterio de las plantas», se preguntaba Pedro. «De cómo de un
tocón viejo y retorcido nacen nuevos sarmientos con sus hojas». «Una simple semilla, sin aparente vida, la hundes en
la tierra y, tras un corto tiempo, su muerte, se ha convertido en un tallo que
más tarde se fortalecerá y tendrá flores y frutos». —¿Has pensado en eso, Manuel?
—Sí,
afortunadamente lo he tenido en cuenta alguna vez. Sobre todo cuando me asaltan
las dudas de la presencia de Dios. Me pregunto, ¿quién ha podido hacer esa
maravilla de dar vida a una semilla sin vida y aparentemente inerte? ¿No te
parece un milagro?
—Me
parece un poder infinito. Quien ha hecho eso podrá hacer todo lo que quiera y
piense. Y eso revela la creación del mundo.
—Esa
es también la conclusión a la que he llegado yo. Por eso te decía que, cuando
llegan horas de tribulación y oscuridad, mirar todo lo que me rodea en este
mundo, me habla de la existencia de un Dios de Amor y Misericordia, de un Dios revelado por nuestro Señor Jesús, su Hijo unigénito.
Pedro y Manuel habían entendido lo que la Palabra de Dios en el Evangelio quería significar. De la misma manera que el sarmiento no puede dar frutos por sí solo si no permanece en la vid, tampoco nosotros, si no permanecemos unidos al Señor, daremos frutos. También nosotros, de alguna manera, somos semillitas que necesitamos la Gracia del Señor para dar vida a nuestra vida —valga la redundancia— y dar frutos. Conclusión: sin estar unidos al Señor, no daremos frutos.