Lc 16, 19-31 |
La
miseria relucía por todas partes. Nadie, al menos eso parecía, daba muestra de
preocuparse. Cada cual iba a lo suyo, más preocupado por sus propios intereses
que por lo que ocurría a su alrededor.
Mientras
tanto, muchos excluidos sufrían el azote de la pobreza. A nadie importaban sus
carencias ni sus sufrimientos. Yacían a la espera de que alguna alma generosa
se apiadara de ellos.
Aquel
barrio —y, sobre todo, aquella calle— era conocido como la calle de la
miseria. Pasear por ella era como dar un paseo por un lugar muy parecido a
lo que imaginamos como infierno.
Juan
Fernando, un viajante que solía pasar por la tertulia de vez en cuando,
compartía con sus amigos lo que había visto en muchos de sus viajes.
—¿Y
qué piensas —preguntó Pedro— de todo eso, después de vivirlo tan de cerca?
—Que
la vida es, para muchos, profundamente injusta —respondió Fernando con gesto
exaltado.
—Pero…
¿no nos mueve esa realidad a tratar de hacer algo? —propuso Manuel, que
escuchaba atentamente.
—Sentimos
deseos —respondió Fernando—, pero, pasado el temporal, volvemos a la rutina de
cada día. Nos olvidamos del sufrimiento de los demás.
—Creo
que hacemos mal —intervino Manuel—. El granero se llena grano a grano, y la
miseria se evita si cada uno aporta su granito.
—Evidentemente
—dijo Pedro—, pero la cuestión es cómo hacerlo.
—Hay
asociaciones, comunidades, grupos y, sobre todo, Cáritas —explicó Manuel— que
trabajan para erradicar el hambre. Ahí entramos todos, y a todos nos toca
colaborar en la medida de nuestras posibilidades.
—Tienes
mucha razón —asintió Fernando—. Creo que muchas veces nos evadimos del problema
mirando hacia otro lado.
—Jesús
nos lo deja muy claro en la parábola del rico epulón (Lc 16, 19-31) —añadió Manuel—:
un rico, como tantos incluidos de hoy, que se dedica a disfrutar de la vida sin
tener en cuenta a los excluidos, carentes de lo más necesario para vivir.
Luego, esta vida termina, y la siguiente reclamará lo que hemos hecho con
nuestro tiempo. Conviene mirarlo con calma y reflexionar.
Se
hizo un silencio denso, que reflejaba la necesidad de compromiso que flotaba en
el ambiente.
La
parábola parecía una descripción exacta de nuestro tiempo, pues también hoy un
abismo separa a los incluidos —que disfrutan de todos los bienes posibles— de
los descartados, que apenas logran rescatar las migajas que caen de la mesa de
los primeros.
Y
esa realidad nos invita a una seria reflexión: la parábola del rico epulón no
es un relato antiguo, es el espejo de nuestra historia presente. Cada vez que
un Lázaro yace a nuestra puerta y pasamos de largo, estamos escribiendo nuestro
propio final.
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