Lc 9, 43b-45 |
Estaba alegre, disfrutando del momento, cuando, en
un abrir y cerrar de ojos, todo cambió. Su rostro quedó helado, petrificado como
piedra. La tragedia había llegado sin previo aviso. Ya era demasiado tarde:
aquel querido amigo había cerrado los ojos a este mundo.
El dolor era tan grande que apenas podía mantenerse en pie. Le sostuvieron entre varios, porque, como un pesado fardo, se desplomaba al suelo. Pedro, que estaba allí, lo conocía muy bien. Era uno de los tertulianos más habituales de la terraza, siempre con una palabra que animaba la conversación.
—Su ausencia —dijo Pedro, con el rostro lleno de congoja— la vamos a extrañar mucho.
—Sí… —asintieron muchos, con pesar.
En ese momento llegó Manuel. Pronto percibió que algo no iba bien: el ambiente alegre de siempre se había transformado en un silencio triste.
—¿Qué sucede? —preguntó a Santiago.
—Una tragedia inesperada —respondió él—. Fernando se desplomó de repente. Creemos que ha sido un infarto. Nadie levantaba cabeza.
—La tragedia nunca avisa —dijo Manuel con serenidad—. Sin embargo, suceda lo que suceda, la esperanza siempre está presente.
—¿Por qué dices eso, Manuel? —preguntó Pedro.
—Porque, aunque el dolor nos golpee con fuerza, la muerte no tiene la última palabra. Puede llenarnos de lágrimas, pero nunca será una derrota. Nuestra esperanza está en la resurrección.
—¿Qué resurrección? —preguntaron algunos con cierta ironía.
—La resurrección de la que nos habla Jesús en Lc 9, 43b-45. Él prepara a sus discípulos para afrontar la tragedia, anunciando su pasión y su resurrección. No evita el sufrimiento, pero les muestra que más allá del dolor hay vida.
En el seguimiento de Jesús, el fracaso aparente no es una derrota definitiva, sino un paso necesario para que la luz de Dios brille con más fuerza. La cruz no es el final: es el camino hacia la Vida.
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