Jesús no tiene
distinciones, todos son sus hijos. De no ser así no sería Padre, y mucho menos,
un Padre Bueno. Su Misericordia se extiende a todos los que se le acercan y la
piden. Eso nos pone en advertencia que hay que esforzarse, creer y acercarse al
Señor para recibir, arrepentidos, su Infinita Misericordia.
Para eso, y no
para hacer lo que nos viene en gana atendiendo a nuestras apetencias, apegos,
vicios e inclinaciones carnales de nuestra naturaleza humana herida por el
pecado, hemos sido creados libres. Libres para decidir y elegir el bien, la
verdad, la bondad y la belleza. Pero, el pecado, amarga nuestra vida, la vicia
y la destruye.
Sin embargo, la Misericordia
de Dios nos da esa alternativa de redimirnos, de, arrepentidos y doloridos de
nuestros pecados, confesarnos pecadores y acogernos al regalo inmenso y
grandioso de la Misericordia de nuestro Señor. Él está en nosotros. Ha querido
enterrarse en nuestros corazones para que voluntariamente vayamos libremente
desenterrándolo cada día y dándole vida en nosotros. Eso espera de ti y de mí,
y es ahí donde se encuentra esa felicidad que tanto buscamos. No está en el
mundo. Sí está en el Señor y dentro de nosotros.
Realmente estamos ciegos. Ciegos porque no vemos ese gran e inmenso regalo que es la Misericordia de nuestro Padre Dios. Una Misericordia que, a pesar de perdonarnos todos nuestros pecados nos hace felices eternamente. ¿Podemos pedir más?