Sucede que, quizás
sin darnos mucha cuenta, hay situaciones en las que creo que me basto a mí
mismo. En esos momentos experimento que quizás no necesito de Dios y me erijo
en mi propio señor. Quizás experimento que estoy lejos de esas bienaventuranzas
que proclama bienaventurado Jesús. Sin embargo, por su Gracia, en algunos
momentos debo de alegrarme porque recibo ciertos reproches e insultos por
proclamar mi débil y pobre fe.
Esta apreciación
me obliga a estar en permanente vigilia. Nuestra naturaleza, inclinada a
acomodarse y a satisfacer sus egos y apetencias, es proclive a dejarse llevar
por el buen vivir, que no está nada mal, pero que empieza a ser una grave falta
desde el momento que me olvido del que sufre, del excluido, del marginado, del
pobre, del que llora, del que está sometido a injusticias…etc.
Y lo es porque no
podré amar en esas condiciones, y menos a Dios, aunque aparentemente lo refleje
y lo parezca. El amor a mi Padre Dios está fuertemente unido al amor al prójimo
bienaventurado que hoy proclama Lucas en su Evangelio. Por lo tanto, no seré
bienaventurado si mi vida no camina en esas coordenadas de los bienaventurados
que llama Jesús.
De nada vale esconder la cabeza o desviar la mirada. Me confieso pecados y muy lejos de esas coordenadas bienaventuradas pero esperanzado en que por la acción del Espíritu Santo pueda descubrir y experimentar esa hambre de bienaventuranzas que Jesús, mi Señor e Hijo del Padre, me propone.