Aquel centurión
daba por descontado que su siervo sería curado si Jesús accedía a su petición.
¿Confiamos así nosotros? Es la pregunta que de inmediato al empezar a leer este
pasaje evangélico me surge en lo más profundo de mi corazón: ¿Confío yo de esa
manera en el Señor? ¿Es esa la medida de mi fe?
Sucede que
acudimos al Señor para que nos solucione nuestros problemas o para que las
cosas nos vayan bien. Y ese es el error. Jesús hizo milagros porque, no voy a
decir que no le quedaba más remedio, sino para demostrarnos que era Dios y por
su amor compasivo y misericordioso. Pero no vino para eso, sino para
anunciarnos y revelarnos el Amor Infinito y Misericordioso del Padre.
Y ese Amor nos exige
que también nosotros amemos de esa manera. Esa es la cuestión. Jesús no fue
apartado de su Pasión por el Padre, y nosotros tampoco seremos apartados de la
pasión que nos toca en nuestra particular vida. ¿O queremos ser apartado?
Lo que nos toca es
aceptarlo y confiar en que nuestro Padre Dios nos salvará cuando llegue la hora
final y su Hijo venga de nuevo a Reinar eternamente. Por tanto, mi fe tiene que
ser esa, la de saber que Jesús está conmigo y camina a mi lado. Y, pase lo que
pase, si yo trato de amar como Él quiere que lo haga, mi salvación está
asegurada. De alguna manera esa es la fe que debemos tener porque nuestro
mundo no es éste, sino el que Dios, nuestro Padre nos tiene preparado.
El centurión confiaba que con solo una palabra de Jesús bastaba. Y ahora pasa lo mismo, solo una Palabra de Jesús basta. Y su Palabra ya está dicha: «Quien cree en mí tendrá vida eterna».