lunes, 8 de marzo de 2021

NADIE ES PROFETA EN SU TIERRA

Lc 4,24-30

Si alguien de nuestro pueblo, sobre todo próximo a nosotros, nos aconseja algo o nos dice algo que nos comprometa y nos descubra nuestro error, o nos induzca a cambio, nos resultará difícil aceptarlo. El hecho de conocerlo y de saber sus orígenes nos induce a restar importancia a sus propuestas o profecías. Esperamos siempre algo destacado, grande y notable, incluso que nos sobrepase para prestarle y darle atención.

Posiblemente, no hemos advertido nuestra situación con respecto a los que nos plantea el Evangelio. ¿Acepto yo a Jesús como el Mesías enviado e Hijo de Dios? Porque, sucede que, quizás, leemos el Evangelio desde una perspectiva en la que nosotros no nos incluimos. Son los otros los que rechazaron a Jesús y también otros los que lo rechazan ahora. Pero, ¿y nosotros? ¿Cuál es nuestra posición?

Aquella viuda de Sarepta ajena al pueblo de Dios aceptó lo que Elías le propuso. Y lo mismo ocurrió con el sirio Naamán, que, en principio, se reveló con lo que Eliseo le había mandado considerando de poca relevancia la propuesta que le hacía para quedar limpio de su lepra. Pero, al final, aconsejado consideró obedecer. También a nosotros se nos proponen cosas que, igual no consideramos relevantes como le ocurrió a Naamán, y rechazamos el plan que Dios, nuestro Padre, ha pensado para nosotros.

Igual consideramos que, por nuestra suficiencia, nuestro rango y posición merecemos un papel más relevante o destacado. O que eso que nos toca realizar son cosas muy sencillas y de poca monta. Y le volvemos la espalda al Señor. Y es que no nos damos cuenta que Dios se encuentra en lo pobre, en lo sencillo y en lo que aparentemente no tiene valor. Precisamente, es ahí donde se manifiesta su Poder y Grandeza.