Cuando lo que me importa no ocupa el centro de mi corazón, todo lo que se haga es pura apariencia. Las raíces no son profundas, y los frutos salen contaminados y podridos aparentando lo que no son. A veces vivimos auto engañados en realidades distorsionadas, y aparentamos quereres que, realmente, no lo son. A la menor tempestad se derrumban y se descubren.
Esa es la razón de muchas sorpresas, que la propia vida pone al descubierto: matrimonios rotos, separados, enfrentados; familias que se odian; abortos; injusticias, explotaciones, guerras de poderes...etc. Se descubre el dios economía, que suplanta a todo lo demás. El amor queda enterrado, bloqueado y pospuesto al interés económico.
Experimentamos un dios de conveniencias y en función de nuestros propios intereses. Y, claro, ese dios no es el Dios de Jesús, el Señor. Él nos ha enseñado otro Dios. Un Dios comprometido, fiel y amoroso. Un Dios que nos ama incondicionalmente, pues de no ser así no tendríamos escapatoria, y que permanece a nuestro lado como mendigando nuestro mísero amor. Un Dios que, indudablemente no merecemos, pero que, a pesar de eso, nos llama y nos ofrece la salvación.
A poco que profundizamos en nosotros mismos, descubrimos que nuestra propia raíz de fe no está muy profunda. También que nuestro regadío, y la calidad de nuestra agua no es todavía lo suficientemente pura, pero que, confiados y esperanzados en el Espíritu de Dios, y por su Gracia, lleguen a serlo.
Necesitamos, Señor, que aumentes nuestra fe, y que nuestro corazón vomite toda la basura, superflua y caduca, que lo alimenta. Y que las raíces del amor bueno profundicen y germinen en buenos frutos que sostengan la fidelidad y perseverancia en lo fundamental, el Amor de Dios.