Mt 11, 25-30 |
Se
detuvo y tomó asiento en una terraza abierta y soleada. Se notó cansado, con
deseo de descanso, pero sobre todo con necesidad de pensar.
«Un
hombre que no piense —se dijo— está perdido y sin rumbo».
En
unos segundos apareció Santiago, el camarero.
—¿Desea
tomar algo el señor?
—Sí,
tráigame un café que me acompañe, y un poco de agua.
—Perdone,
señor —respondió Santiago—, si me permite la curiosidad, ¿por qué dice que el
café es para acompañar? Me ha sorprendido su respuesta.
—Ah,
sí, me ha salido del alma. Me siento algo cansado, no por la caminata, sino por
el recorrido de mi vida. Son muchos años trabajando, y ahora busco respuestas a
lo que he hecho. Me pregunto: ¿a dónde voy y para qué?
Hizo
una pausa y prosiguió:
—Pasé
por aquí, vi esta terraza y sentí el deseo de sentarme; más que a descansar, a
reflexionar. De ahí que dijera: “Un café que me acompañe”.—Muy acertado, señor
—respondió Santiago—. El silencio, la reflexión y un espacio para pensar son
muy necesarios. Me atrevería a decir: vitales.
—Me
alegra que lo comprenda. Estamos de acuerdo.
—Enseguida
le sirvo su café y su agua.
—Gracias.
Manuel
estaba cerca. Aunque no oyó toda la conversación, Santiago, atento a su cliente
y viendo que aquel hombre necesitaba escucha, le hizo una señal para que se
acercara y dialogara con él.
Después
de unos minutos, Manuel observó al hombre y le preguntó:
—Perdone
mi curiosidad, ¿es usted de aquí?
—Sí,
aunque no exactamente de esta zona. Vivo al otro lado del pueblo y rara vez
paso por aquí.
—Ah,
era solo eso. Frecuento mucho esta terraza y nunca le había visto.
—No
tiene importancia. Agradezco su interés; conversar siempre enriquece. Y además,
es gratis.
—Así
es —respondió Manuel—. La vida se compone de eso: de enriquecernos con lo que
realmente importa. Esa es la pregunta que muchos no llegamos a plantearnos.
—Tiene
razón —dijo el hombre—. Sentarme aquí fue impulsado por esa necesidad: parar y
pensar en el ajetreo de mi vida. ¿Qué me propongo? ¿A dónde voy? Tengo mis años
y todavía me siento desorientado.
—Ese
es el comienzo —replicó Manuel—: plantearse la pregunta. Luego llega el momento
de buscar la respuesta. Yo suelo hacerlo en el Evangelio, donde encuentro luz
para mis interrogantes.
—¿Y
cómo consigue esa orientación? —preguntó el hombre, algo sorprendido.
—Leyendo
la Palabra de Dios —dijo Manuel—. La leo, la medito, y, con ayuda del Espíritu
Santo, busco la luz que me indica el camino.
—¿Y
eso le da resultado?
—Me
atrevería a decir que casi siempre. La luz no siempre llega al instante;
requiere tiempo, silencio y docilidad. Pero, al final, siempre aparece. Por
ejemplo, este Evangelio de Mateo (11, 25-30) ilumina bien lo que hablamos hoy:
“Vengan a mí todos los que están cansados y agobiados, y Yo los aliviaré. Tomen
mi yugo sobre ustedes y aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón, y
encontrarán descanso para sus almas. Porque mi yugo es llevadero y mi carga
ligera.”
—Pero… no estoy seguro de…
—Seguro no estaremos nunca —interrumpió
Manuel con calma—, pero la experiencia enseña que, cuando tratamos de seguir
las enseñanzas de Jesús, la vida se llena de paz y fuerza para seguir adelante.
—Perdone —dijo el hombre sonriendo—, pero
casi sin notarlo me siento más animado, como si recuperara fuerzas para seguir
el camino. No sé cómo explicarlo, pero…
—Eso suele pasar —respondió Manuel—.
Cuando nuestras metas se centran en las cosas del mundo, tarde o temprano llega
el cansancio. Solo en Dios está el descanso que buscamos: paz y felicidad.
Santiago
miraba complacido. Notaba que el rostro de aquel hombre ya no era el mismo.
Había encontrado el verdadero descanso. Y él también comprendió que aquella
conversación sencilla había orientado su propia vida.
Estamos
llamados a aprender de Él lo que significa vivir de misericordia, para ser
instrumentos de misericordia.