Tocar a Jesús es
experimentarte curado. Su presencia y su cercanía nos levanta, nos alegra y nos
sana. Su fama se ha extendido por toda la región galilea y todos le buscan confiados
en ser curados de sus dolencias y enfermedades.
Enterados donde se
encuentra Jesús corren y les llevan los enfermos y endemoniados. Están
convencidos de su poder de sanación y tratan de tocarle sus vestidos en la
creencia de que serán sanados. Y con esa intención acuden a Él. Por otro lado,
Jesús no huye y deja que se le acerquen e incluso ser tocado. Es evidente que
su fe les sana.
¿Y nosotros? ¿Creemos
también en el poder sanador y liberador del Señor? Le buscamos con esa intención
convencidos de que en Jesús seremos liberados no solo de la enfermedad sino del
pecado. ¿Nos acordamos de lo que hizo con aquel paralítico – Mt 9, 1-8 – que le
pusieron delante? ¿Pensamos que hará lo mismo con nosotros si se lo pedimos con
fe?
Tenemos esa oportunidad mucho más fácil que aquellos enfermos del tiempo de Jesús. Tenemos, al menos yo, la facilidad de tocar al Señor cada día. Tocarlo realmente bajo la especie del Pan Eucarístico en cada Eucaristía. Y de recibir sacramentalmente su Cuerpo. Me doy cuenta de esta gran oportunidad. ¡Puedo tocar al Señor y alimentarme de su Espíritu cada día! Por lo tanto, debo pensar y creer que estoy sanado y salvado porque, el Señor, ha venido para eso. Simplemente tengo que creérmelo y, al menos eso intento, y en ello me esfuerzo, de creerlo. Y le pido al Señor fuertemente que aumente mi fe.