Las palabras con
las que termina el Evangelio de hoy – Mt 5, 38-38 – nos exhortan a ser santos:
«Sed perfectos, como vuestro Padre
celestial es perfecto». Esa es la
consigna, el fin y meta. Y como fin y meta supone un camino de perfección en
el que, con el esfuerzo de cada día y la asistencia del Espíritu Santo, vayamos
superando dificultades, venciendo obstáculos y perfeccionándonos cada día más.
Eso supone lo que
siempre hemos dicho: «Perseverar en la fe, la oración y los
sacramentos» Alejarnos sería ponernos en manos del
mundo, del demonio y la carne. Sería rendirnos y estancarnos. Mejor retroceder en nuestro camino de perfección. Se hace, pues, necesario avanzar injertado en
Xto. Jesús. Él es la Roca que nos sostiene, que nos fortalece y nos da las
fuerzas para sostenernos firmes en la fe y la oración alimentados por su Cuerpo
y Sangre.
No se nos esconde
la dificultad que exige amar como nos ama nuestro Padre Dios y como nos ha
enseñado nuestro Señor Jesús. Entregar la vida por los que le han insultado,
rechazado, injuriado, blasfemado y crucificado es algo que no está al alcance
de nosotros. Solo nos podremos atrever a llegar a ese extremo, injertado en Él.
Es pues condición imprescindible abrirnos a la acción del Espíritu Santo para
dejar que nuestro corazón, auxiliado en el Espíritu, se vaya transformando en
un corazón manso, humilde, perseverante, paciente, suave y bueno y capaz de perdonar a los enemigos.. Es decir,
perfecto como nuestro Padre celestial es perfecto.
Ahora, la primera condición es creérnoslo. Es decir, tener fe de que a eso estamos llamados, a ser santos. Y que, injertado en Xto. Jesús, podemos conseguirlo. Dios no nos manda algo que no podamos alcanzarlo. Él es el primero que está comprometido en eso pero necesita tu fe y tu colaboración. Creámoslo.