Es evidente que
nuestra salvación es un misterio que nunca, al menos en este mundo, podemos llegar
a comprenderlo. Todo es Gracia e Infinita Misericordia de nuestro Padre Dios. Y
una Misericordia inmerecida que, por mucho que hagamos nunca llegaremos a
merecer.
Por tanto, la
compasión de nuestro Padre Dios, inmerecida por nuestra parte, es un regalo tan
grande que nunca llegaremos a entender ni comprender. Por medio de ella tenemos
– gratuitamente – la posibilidad de alcanzar la Vida Eterna en plenitud de gozo
y felicidad junto al Padre en su Reino. Y,
por otra parte, corremos el gran riesgo de – por el pecado – perderla permaneciendo
en el dolor y rechinar de dientes eternamente.
Me estremezco sólo
pensar en esa posibilidad de perder la Gracia que Dios me regala y me ofrece incondicionalmente.
Y tan bajo perderla por el pecado, algo de tan poco valor ante la maravilla de
la felicidad que sentimos cuando somos capaces de amar negándonos a nosotros mismo.
Seamos, pues, del Señor de la mies y vayamos a trabajar en su mies entregando todo lo que gratuitamente hemos recibido. Vayamos asistidos – nunca solos – por la acción del Espíritu Santo, recibido en la hora de nuestro bautizo. Y en Él démonos y demos todo lo que somos y hemos recibido de forma gratuita tal como lo hemos recibido.