| Lc 10, 21-24 |
—Nunca
aquel que se considera suficiente, más que los demás o superior, podrá entender
ni ver la acción de Dios. Esa mirada está reservada para los pequeños, los
humildes y los ingenuos —comentaba Pascual en la terraza de los tertulianos.
—¿Y
tienes alguna razón que apoye lo que dices? —preguntó Pedro, frunciendo el
ceño.
—¡Hombre!, de todos es
sabido que muchos ricos y poderosos creen estar un escalón por encima de los
sencillos y pobres. Se sienten superiores y pasan de la Palabra de Dios. ¿No lo
creen así?
Pedro asintió lentamente.
—Algo de razón tienes, pero,
además, lo que les impide creer es su situación de confort, de poder, de mando.
Alzó la mirada hacia Pascual
y, con voz firme y vehemente, declaró:
—Son
esclavos de su propio egoísmo y soberbia; no quieren perder sus privilegios.
Rechazan todo lo que los iguale a los demás. Ellos creen que mandan y no están
dispuestos a renunciar a eso.
—Estoy
de acuerdo —respondió Pascual—. Esa es la cuestión: sus ojos están cegados por
su avaricia.
—Jesús lo dijo en Lc 10,
21-24: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has
escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los
pequeños…».
Los tres se quedaron en
silencio. Se miraron unos a otros, preguntándose si ellos también serían de
esos que caminan con los ojos cerrados y el corazón avaricioso. Poco a poco,
sus rostros se transformaron: empezaron a reflejar ese deseo sincero de humildad
y sencillez que precede a toda conversión.