Lc 2, 41-51 |
No cabe ninguna duda que todo se centra y tiene
lugar en tu corazón. Él es tu sala de maquina donde se cocina todo tus
sentimientos, tus emociones, tus buenas o malas obras y todo lo que gira al
derredor de tu propia vida. En él tiene lugar tanto tus buenos actos como los
malos, y de él saldrán lo bueno o lo malo de tu acciones en el camino de tu
vida.
María tuvo un corazón limpio. Quiero pensar que
nuestro Padre Dios la eligió porque conocía la limpieza y la humildad de su
corazón, prudente y tardío al juicio, y paciente al significado de los
acontecimientos que se sucedían en su vida. Entiendo que, tras la experiencia
de la encarnación, María, aunque muchas cosas no comprendía, tenía esa
intuición, y más, una fe firme, confesada en el Magníficat, de la acción de
Dios en su vida.
—Me sorprende, si lo lees detenidamente, la serenidad de ambos en su búsqueda, pero, sobre todo la pregunta que María hace a su Hijo cuando le encuentra.
—¿Qué encuentras en la pregunta?
—¡Hombre!, algo así como un reproche por haberlos tratados así, con cierta apariencia de indiferencia. ¿No te parece?
Es evidente que María, como también José, no
entendía muchas cosas del Plan que Dios había pensado para ellos. Era la Madre
elegida, y, José, el esposo casto, fiel y justo. Y posiblemente intuían muchas cosas
confiados en la presencia de Dios al vivir
los acontecimientos del Nacimiento, la huida a Egipto y, sobre todo, en el
Hijo, del que seguramente sabían sus orígenes.
Igual nos sucede a cada uno de nosotros. Somos criaturas de Dios, y, como Padre, ha pensado un plan para cada uno de sus hijos. Nos toca a cada uno descubrirlo. Esa es nuestra misión. Para ello, en la hora de nuestro bautismo recibimos al Espíritu Santo que nos asistirá a descubrir ese plan que Dios tiene para cada uno de sus hijo