Jn 3, 13-17 |
A pesar de sus dificultades, Pedro se sentía un ser
privilegiado. Tenía agua, alimentos, casa, medios de transporte, lugares de
recreo y ocio, trabajo, familia y tantas cosas que endulzaban su vida frente a
los obstáculos y dolores que podían presentársele.
En muchos momentos era consciente de esas dádivas
que le venían como del cielo y no se resistía a dar gracias. Realmente, se
sentía un afortunado, sobre todo cuando leía en algunas revistas lo mal que lo
pasaban otros en muchos lugares.
«¿Cómo podía suceder eso?» —se preguntaba. También
a él podía haberle tocado estar en esos sitios, pero la realidad —se tocaba a
sí mismo— era que estaba allí, gozando de tantas bendiciones. Entonces
comprendía su gran suerte.
Preocupado por estos pensamientos, preguntó a
Manuel:
—¿Qué piensas de los que sufren en otros países?
—Que nosotros somos unos privilegiados. Y eso debe
hacernos reflexionar sobre nuestro compromiso con tantas personas inocentes que
sufren las calamidades e irresponsabilidades de otros.
—¿A qué te refieres con irresponsabilidades?
—Mucho sufrimiento viene del egoísmo, el afán de
enriquecimiento y las ambiciones de quienes gobiernan esos países. Piensan solo
en ellos y no les importan los demás.
—Estoy de acuerdo —respondió Pedro—, pero también
hay quienes viven en la miseria por pura falta de recursos.
—No lo sé —dijo Manuel—, pero la mayoría está
desasistida, abandonada y mal administrada. Sus riquezas se venden al mejor
postor, y el pueblo queda sumido en la escasez, el dolor y el sufrimiento.
—De cualquier forma —suspiró Pedro— es una gran pena
y da lástima.
—Pero —replicó Manuel con voz acalorada—, con esos
sentimientos no solucionamos nada.
—¿Y qué podemos hacer?
—Algo parecido sucedió al pueblo de Israel en el
desierto —recordó Manuel—. El libro de los Números (21, 4b-9) nos cuenta que,
agotados del camino, murmuraron contra Dios y contra Moisés: «¿Por qué nos has
sacado de Egipto para morir en el desierto?». Y Dios permitió que las
serpientes los mordieran. Cuando reconocieron su pecado, el Señor mandó a
Moisés hacer una serpiente de bronce y ponerla en alto: los que la miraban
quedaban sanos.
De la misma manera, Jesús dijo a Nicodemo: «Lo mismo
que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo
del hombre, para que todo el que cree en Él tenga vida eterna».