domingo, 14 de septiembre de 2025

LA CRUZ, SIGNO DE SALVACIÓN

Jn 3, 13-17

   A pesar de sus dificultades, Pedro se sentía un ser privilegiado. Tenía agua, alimentos, casa, medios de transporte, lugares de recreo y ocio, trabajo, familia y tantas cosas que endulzaban su vida frente a los obstáculos y dolores que podían presentársele.

    En muchos momentos era consciente de esas dádivas que le venían como del cielo y no se resistía a dar gracias. Realmente, se sentía un afortunado, sobre todo cuando leía en algunas revistas lo mal que lo pasaban otros en muchos lugares.

    «¿Cómo podía suceder eso?» —se preguntaba. También a él podía haberle tocado estar en esos sitios, pero la realidad —se tocaba a sí mismo— era que estaba allí, gozando de tantas bendiciones. Entonces comprendía su gran suerte.

    Preocupado por estos pensamientos, preguntó a Manuel:
    —¿Qué piensas de los que sufren en otros países?
   —Que nosotros somos unos privilegiados. Y eso debe hacernos reflexionar sobre nuestro compromiso con tantas personas inocentes que sufren las calamidades e irresponsabilidades de otros.
    —¿A qué te refieres con irresponsabilidades?
  —Mucho sufrimiento viene del egoísmo, el afán de enriquecimiento y las ambiciones de quienes gobiernan esos países. Piensan solo en ellos y no les importan los demás.
   —Estoy de acuerdo —respondió Pedro—, pero también hay quienes viven en la miseria por pura falta de recursos.
  —No lo sé —dijo Manuel—, pero la mayoría está desasistida, abandonada y mal administrada. Sus riquezas se venden al mejor postor, y el pueblo queda sumido en la escasez, el dolor y el sufrimiento.
  —De cualquier forma —suspiró Pedro— es una gran pena y da lástima.
  —Pero —replicó Manuel con voz acalorada—, con esos sentimientos no solucionamos nada.
  —¿Y qué podemos hacer?
 —Algo parecido sucedió al pueblo de Israel en el desierto —recordó Manuel—. El libro de los Números (21, 4b-9) nos cuenta que, agotados del camino, murmuraron contra Dios y contra Moisés: «¿Por qué nos has sacado de Egipto para morir en el desierto?». Y Dios permitió que las serpientes los mordieran. Cuando reconocieron su pecado, el Señor mandó a Moisés hacer una serpiente de bronce y ponerla en alto: los que la miraban quedaban sanos.

    De la misma manera, Jesús dijo a Nicodemo: «Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en Él tenga vida eterna».