Mt 7, 7-11 |
Pedro estaba sorprendido. No podía creer lo que escuchaba de aquel amigo de la tertulia, Javier, que confesaba con naturalidad su falta de fe a pesar de haber oído tantas veces hablar de Jesús. No resistió la tentación de preguntarle:
—¿Por
qué te cuesta tanto creer en Él? ¿Acaso piensas que todo lo que se dice no es
verdad?
—Tengo
mis dudas —respondió Javier con honestidad.
—¿Y
a qué se deben? —intervino Manuel—. ¿Esperas pruebas absolutas que te obliguen
a creer? Si todo estuviera tan claro como pides, sobrarían la Pasión del Señor,
la proclamación de la Palabra y los milagros.
—No
lo sé… —titubeó Javier—. No me siento motivado ni dispuesto a cambiar lo que
pienso. Lo que el Señor me pide me parece demasiado.
—La
fe —dijo Manuel— es un regalo, sí, pero no se entrega como algo automático o
indiferente a ti. Es un don que espera ser deseado, acogido, amado. Es, en el
fondo, el Amor que quiere ser amado.
—Lo
admito —dijo Javier—, poco hago de mi parte. Estoy cómodo donde estoy y no
quiero salir de ahí.
—Claro.
La fe solo llega —y gratuitamente— a quienes la piden, la buscan y llaman a la
puerta con el corazón abierto. Solo quienes reconocen sus límites pueden
confiar plenamente y ponerse en manos de su Padre Dios.
La
alabanza y el agradecimiento brotan del corazón cuando reconocemos todo como
don y no como mérito, cuando nos sabemos agraciados por el amor del Señor. Y
para que ese amor sea auténtico, Dios nos ha creado libres: sin libertad, la
encarnación no tendría sentido.