Lc 9, 1-8 |
La experiencia nos dice que para persuadir, muchas
veces, se buscan métodos, artilugios y formas de llamar la atención, incluso
recurriendo a la demagogia y a argumentos llenos de fantasías. Pero todo eso no
se apoya en la realidad. El objetivo, en tales casos, no es la verdad, sino la
seducción y el proselitismo.
La tertulia discurría por estos derroteros. Se
discutía si lo importante era convencer a toda costa, usando cualquier recurso,
o ser cauto y verdadero, presentando la realidad tal como es. Unos defendían el
convencer “sea como sea”; otros, en cambio, preferían optar por la verdad, sin
engaños ni espejismos.
—¿Y cuál es tu opinión, Manuel? ¿Nos puedes decir
algo?
—En primer lugar —respondió—, diré que lo único y
verdaderamente importante es hablar con verdad y justicia. Todo lo demás,
aunque al principio parezca dar resultados satisfactorios, será vano. La verdad
siempre, tarde o temprano, saldrá a flote.
—Pero —replicó Pedro—, hay muchos que viven de la
mentira.
—Sí, pero, ¿te has fijado cómo terminan? Eso es lo
importante: no el principio, sino el final. Jesús instruye a sus discípulos —Lc
9, 1-6— cuando los envía a proclamar el reino de Dios. No se apoyan en la
autoridad dada, ni en bienes materiales, ni en apariencias. Simplemente, su
fragilidad habrá de convocar a los que les reciban.
—Tienes razón —intervino uno de la tertulia—:
quienes mal andan, mal acaban. Esa es la lección que nos da la propia
experiencia de la vida.
—Solo de esa manera —continuó Manuel— podrán
desplegar la obra de Dios, no como imposición, sino como invitación que suscita
una respuesta.
De este modo, los discípulos habrán de ejercitar su
confianza en el Señor que los acompaña. Son verdaderamente sus mensajeros,
porque no van vestidos de grandezas, sino revestidos de la misericordia de
Dios, que por su medio anuncia la buena nueva y cura enfermos y endemoniados.