jueves, 2 de octubre de 2025

PEQUEÑOS E INDEFENSOS EN EL CENTRO

Mt 18, 1-5. 10

   La lluvia era intensa y el frío congelaba su corazón. Juanito, así se llamaba, se había perdido y no encontraba el camino de regreso a casa. Imaginaba que sus padres, quizás preocupados, lo estarían buscando.
  Había salido con otros amiguitos y, entusiasmados con el juego, se alejaron sin darse cuenta del camino conocido por el que regresaba cada día a casa. La lluvia los sorprendió y, al buscar un lugar donde refugiarse, Juanito perdió la orientación.
    La situación empeoraba y, casi sin darse cuenta, su rostro se llenó de lágrimas, fruto del desespero y del temblor que le causaba el frío, cada vez más intenso.

   «¡Dios mío, ángel de mi guarda, sácame de esta!», murmuró con voz entrecortada, rozando la desesperación.
   Pasada media hora, cuando ya su cara era una cascada de lágrimas y se disponía a gritar socorro, acertó a pasar por allí Pedro. A él le había ocurrido algo parecido: había salido a dar un paseo en coche esperando gozar de una plácida llovizna que, para sorpresa de todos —incluso de los meteorólogos—, se había convertido en una lluvia intensa, rozando tormenta.
    No vio nada al principio, pero sí oyó un susurro, un gemido leve que le hizo pensar que alguien podía estar en apuros. Paró el coche y trató de fijarse bien a su alrededor. Pasados unos minutos, se disponía a seguir su camino cuando, inesperadamente, unas ramas se desprendieron y cayeron delante del pequeño refugio de Juanito.

    «¿Qué es aquello? Algo se mueve allí», se dijo sorprendido.

   Agudizó la vista y, atónito, descubrió un rostro cubierto de lágrimas y aterido de frío. Sin pensarlo dos veces, salió del coche, sin reparar en la lluvia, tomó a Juanito de las manos y lo llevó hasta su vehículo. Sin lugar a duda, había aparecido su ángel de la guarda.

    —Eso que acabo de contarte, amigo Manuel, me ocurrió hace ya tiempo —dijo Pedro—. Y siempre lo recuerdo con gozo, a pesar del dolor que sufrió aquel niño.
     —La alegría del rescate borra todo sufrimiento, y el gozo de verse salvado supera cualquier dolor —respondió Manuel.
   —Esa fue la sensación que sentí en aquel momento. Todo se transformó en alegría y felicidad.
   —Los niños —Jesús lo dice en Mt 18, 1-5.10— están en el centro, no para acusarlos, sino para protegerlos. Esa es la misión de su vida: situar a los frágiles —como los niños— en el corazón de sus atenciones.
 
    Pedro, tras el recuerdo de su buena acción y las palabras de Manuel, se estremeció de gozo y paz.
  El Reino se construye incorporando al hogar común a los débiles y abatidos, a los olvidados y descartados. Cuando dejamos que los últimos despierten nuestra compasión, entonces el Reino comienza a asomarse, dignificando e integrando.