jueves, 18 de diciembre de 2025

JUSTO Y COMPASIVO

Mt 1, 18-24
   Ante lo acontecido, Julio estaba desconcertado. Por un lado, su buen corazón le inclinaba a acoger a aquella compañera, pues era la madre de su hijo. Pero, por otro lado, su dignidad le pedía justicia. Su fidelidad estaba en entredicho y no parecía gozar de buena reputación.

 Mientras sucedía este conflicto, el niño sufría las consecuencias que se derivaban de la separación de sus progenitores. Se querían, pero la desconfianza que se había apoderado de Julio no le dejaba avanzar en la acogida.

   Tampoco ella daba ningún paso, aunque permanecía en silencio, sumisa y asumiendo todo lo que pasaba. Se sabía inocente, aunque presentía que nada le valdría para justificarse. Estaba en manos de Dios.

   Necesitaba tiempo para pensar y reflexionar. Con esa intención se acercó a la terraza de Santiago. Allí, al calor de un café y la tertulia, había vivido muchos momentos de luz y liberación para muchos compañeros.

    Entonces, pensó, «¿por qué no compartirlo con mis compañeros?».

   Levantó su cabeza y, mirando alrededor, llegó a ver a Manuel. Estaba sentado en su mesa preferida. Sin pensarlo, se le acercó.

  —Buenos días, Manuel —dijo con voz tímida y dudosa.
  —Hola Julio, ¿qué te ocurre? Te veo algo temeroso.
  —Tengo un problema y me cuesta compartirlo. Además, siento vergüenza y no sé cómo decirlo.

   Manuel le miró con ojos compasivos, tratando de inspirarle confianza.

   —Lo comprendo. Hay situaciones que nos superan y que no sabemos cómo exponerlas o compartirlas. No te preocupes y ten confianza. Todo quedará entre nosotros.

   Aquellas palabras sonaron interiormente con fuerza dentro de Julio, dándole valentía y seguridad. Entonces, sin más, derramó lo que le atormentaba y le oprimía.

    Después de escucharle serenamente, Manuel buscó pausadamente el pasaje evangélico de Mt 1, 18-24, donde José se debate interiormente entre dos fuerzas: respetar el orden social que pide la denuncia y la lapidación de María o tener compasión de ella y recibirla en su hogar como esposa.

    Tras leérselo, hizo una pausa y, mirándolo con ternura y compasión, le dijo.

   —La razón nos empuja furiosamente hacia un lado y el corazón compasivamente hacia el contrario. Solo, en la meditación, cuando todas nuestras defensas racionales claudican, surge nítidamente la voz de nuestra conciencia —Dios— alumbrándonos el camino.

    Manuel se detuvo un instante. Guardó silencio, como quien no quiere interponerse en una obra que no le pertenece. Luego, puso su mano sobre el hombro de Julio y, con voz baja y serena, le dijo:

    —Haz lo que realmente sientes. Perdona y acoge.

    No añadió nada más. Tampoco era necesario.

    Julio permaneció callado. Su mirada, antes inquieta, se fue aquietando poco a poco. Algo había cambiado en su interior, aunque no sabía explicarlo con palabras. El peso que oprimía su pecho comenzaba a aflojar, y en lo hondo brotaba una paz nueva, inesperada.

    Se levantó despacio. En su rostro ya no había confusión, sino una luz suave, casi imperceptible, como la de quien ha sido escuchado por Dios sin oír ninguna voz.

    Había encontrado el camino. Y, confiado, volvió a casa para acoger a Amelia y dar cobijo a su hijo.