| Mt 1, 18-24 |
Mientras sucedía
este conflicto, el niño sufría las consecuencias que se derivaban de la
separación de sus progenitores. Se querían, pero la desconfianza que se había
apoderado de Julio no le dejaba avanzar en la acogida.
Tampoco ella daba ningún paso, aunque
permanecía en silencio, sumisa y asumiendo todo lo que pasaba. Se sabía
inocente, aunque presentía que nada le valdría para justificarse. Estaba en
manos de Dios.
Necesitaba tiempo para pensar y reflexionar.
Con esa intención se acercó a la terraza de Santiago. Allí, al calor de un café
y la tertulia, había vivido muchos momentos de luz y liberación para muchos
compañeros.
Entonces, pensó,
«¿por qué no compartirlo
con mis compañeros?».
Levantó su cabeza y, mirando alrededor, llegó a ver a Manuel. Estaba
sentado en su mesa preferida. Sin pensarlo, se le acercó.
Manuel le miró con ojos compasivos, tratando de inspirarle confianza.
—Lo comprendo.
Hay situaciones que nos superan y que no sabemos cómo exponerlas o compartirlas.
No te preocupes y ten confianza. Todo quedará entre nosotros.
Aquellas
palabras sonaron interiormente con fuerza dentro de Julio, dándole valentía y seguridad.
Entonces, sin más, derramó lo que le atormentaba y le oprimía.
Después de
escucharle serenamente, Manuel buscó pausadamente el pasaje evangélico de Mt 1,
18-24, donde José se debate interiormente entre dos fuerzas: respetar el orden
social que pide la denuncia y la lapidación de María o tener compasión de ella
y recibirla en su hogar como esposa.
Tras leérselo, hizo
una pausa y, mirándolo con ternura y compasión, le dijo.
—La razón nos
empuja furiosamente hacia un lado y el corazón compasivamente hacia el contrario.
Solo, en la meditación, cuando todas nuestras defensas racionales claudican,
surge nítidamente la voz de nuestra conciencia —Dios— alumbrándonos el camino.
Manuel se detuvo
un instante. Guardó silencio, como quien no quiere interponerse en una obra que
no le pertenece. Luego, puso su mano sobre el hombro de Julio y, con voz baja y
serena, le dijo:
—Haz lo que
realmente sientes. Perdona y acoge.
No añadió nada
más. Tampoco era necesario.
Julio permaneció
callado. Su mirada, antes inquieta, se fue aquietando poco a poco. Algo había
cambiado en su interior, aunque no sabía explicarlo con palabras. El peso que
oprimía su pecho comenzaba a aflojar, y en lo hondo brotaba una paz nueva,
inesperada.
Se levantó
despacio. En su rostro ya no había confusión, sino una luz suave, casi
imperceptible, como la de quien ha sido escuchado por Dios sin oír ninguna voz.
Había encontrado
el camino. Y, confiado, volvió a casa para acoger a Amelia y dar cobijo a su
hijo.