Llamar a Jesús, sobre todo en aquella época, por
el nombre de «Hijo de David»
da a entender que sabe perfectamente quien es realmente Jesús. La profecía
habla de un Mesías de la tribu de David – Mt 1, 1 - y el ciego identifica a Jesús con ese Mesías
prometido. Y la contradicción parece paradójica, pues un ciego que realmente no
tiene vista, ve lo importante. Ve que Jesús es el Mesías prometido, el Hijo de
Dios Vivo.
Mientras, todos
los que van con Él, teniendo vista no alcanzan a ver que quien camina con ellos
es el Mesías prometido. Precisamente, el Hijo de David. La pregunta cae por su
propia peso: ¿Y nosotros, caemos en la cuenta de que Jesús, el Señor, el Hijo
de David camina entre nosotros? ¿Nos damos cuenta de que podemos tocarlo,
comerlo y alimentarnos de su Cuerpo y Sangre? Realmente, ¿tenemos nuestros
ojos, los del corazón y alma abiertos para darnos cuenta de que Jesús, el Señor
e Hijo de David, el prometido, está dentro de nosotros? ¿Y ha venido a
salvarnos y liberarnos de nuestros pecados?
Posiblemente pensamos que vemos. Y realmente es así, vemos las cosas que el mundo nos presenta, los colores y a las personas, pero, ¿vemos realmente al Señor Resucitado? Porque, de no verlo, posiblemente estemos verdaderamente ciegos y no veamos lo que realmente debemos e importa ver.