Posiblemente no
nos damos cuenta ni tomamos conciencia de la gran suerte que tenemos al poder
recibir al Señor directo y real en nuestro corazón como alimento espiritual.
Leemos en el Evangelio: (Mc 6,53-56): En aquel
tiempo, cuando Jesús y sus discípulos hubieron terminado la travesía, llegaron
a tierra en Genesaret y atracaron. Apenas desembarcaron, le reconocieron en
seguida, recorrieron toda aquella región y comenzaron a traer a los enfermos en
camillas adonde oían que Él estaba. Y dondequiera que entraba, en pueblos,
ciudades o aldeas, colocaban a los enfermos en las plazas y le pedían que les
dejara tocar la orla de su manto; y cuantos la tocaron quedaban salvados.
¡Y nosotros, no
solo el manto sino su Cuerpo entero se hace alimento espiritual para nuestra
vida! Y lo podemos hacer cada día en la celebración Eucarística. Además podemos
visitarle y estar en su presencia ante el sagrario en las iglesias. ¿No es eso
una gran suerte? Porque hay mucha gente que no tienen esa posibilidad. Ni siquiera
sacerdotes que les puedan atender espiritualmente.
Todos sabemos por
experiencia que la vida es un camino duro, a veces de cruz. Y una cruz no tan
ligera sino pesada, difícil en muchos momentos de soportar. La humanidad está
necesitada de mucho consuelo y acompañamiento; de sanación y reconciliación. El
hombre busca paz y reconciliarse consigo mismo, perdonarse y aceptar el perdón
de sus flaquezas y pecados. Y eso solo lo puede encontrar en su Padre Dios. Un
Padre Dios que Jesús, el Hijo, nos lo anuncia y revela con su Palabra y Vida.