Lo hemos dicho en
alguna otra ocasión. Jesús fue presentado por el Padre en su bautizo en el
Jordán. En él, podemos decir, se hizo la presentación de Jesús al pueblo. Se
oyó una Voz que decía: "Este es mi Hijo,
el amado, en quien me he complacido". Y en el Evangelio
de hoy Jesús dice: «Me conocéis a mí y sabéis de dónde soy. Pero yo no he
venido por mi cuenta; sino que me envió el que es veraz; pero vosotros no le
conocéis. Yo le conozco, porque vengo de Él y Él es el que me ha enviado».
Hoy sucede como
ayer, la Palabra de Jesús nos pone en dificultad porque llevarla a la vida no
es fácil y nos cuesta. Esto nos predispone a dudar y a ponerla en entredicho.
Lo más fácil es eludirla y seguir nuestra corriente y a nuestra manera según
nos parezca. Y, claro, eso nos obliga a rechazarla y a buscar justificaciones
que nos satisfagan nuestra razón.
Por otro lado, la gente de su tiempo conocía los orígenes de Jesús, su procedencia y la idea de que Galilea no es tierra de profetas y menos de mesías. Conocen sus humildes orígenes, su sencilla familia y no puede imaginarse ni aceptar su pretensión mesiánica. Y menos los sumos sacerdotes y escribas oyendo que lo que decía comprometía su estatus y privilegios.
Hoy nos sucede lo mismo. La Palabra de Dios nos cuestiona y compromete. Hay me despojarse de muchas cosas de las que no queremos privarnos y eso duele, es duro. Parece mejor y más cómodo oír pero no escuchar ni comprometerse. Mejor mirar para otro lado y quitarlo de sus vidas. Sin embargo, la Palabra siempre estará viva en nuestro corazón recordándonos la presencia de un Dios que nos ama e infinitamente misericordioso. Siempre, mientras dure nuestro camino, estaremos a tiempo de volver la mirada hacia Él.