miércoles, 29 de octubre de 2008

¡NO DESESPEREMOS!

San Narciso
No debemos desesperar, ni rasgarnos las vestiduras por los abatares que suceden en nuestra época. Sin lugar a duda el horizonte que se nos presenta no es halagüeño ni prometedor, al contrario, barrunta pérdida de los valores cristianos. La familia, fundamento de la sociedad, está en proceso de destrucción, mejor, quieren destruirla y en consecuencia tratan de dañarla, desestructurarla y desaparecerla; la autoridad está corrompida, desautorizada y sin firmeza de ejercircio; todo alumbra al caos y a la muerte: aborto, eutanasia, bioetica para matar...etc.

Nunca estaremos, ni estamos solos, pues el ESPÍRITU está con nosotros: "si, pues, ustedes aun siendo malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más el PADRE del cielo dará el ESPÍRITU SANTO a los que se lo pidan". No tengamos miedo por los momentos que nos tocan vivir, pues la historia de la Iglesia está salpicada por su persecución y violencia contra ella. Eso explica la gran cantidad de mártires que tiene.

Ya en el siglo II, por no hablar de las primeras comunidades donde Pablo tuvo muchas confrontaciones y desacuerdos, ocurrían contradicciones y desencuentros entre los mismos cristianos. San Narciso, obispo de Jerusalén Narciso nació a finales del siglo I en Jerusalén, formando parte seguramente de la tercera generación de cristianos. En el año 180 fue consagrado obispo de la ciudad, ya en avanzada edad. Quince años después se le ve como obispo en el concilio de Cesárea, cuando se unifica con Roma el día de la celebración de la Pascua. El obispo fue acusado por envidia de un crimen por propios compañeros cristianos (desde los comienzos acecha el pecado). El obispo deja el cargo y se retira a la soledad, pero perdonando a sus envidiosos difamadores.

Todo esto nos debe de animar y alentar a perseverar, a seguir el camino y a no pararnos como hizo el SEÑOR a pesar de las calumnias, los abandonos y las amenazas. Sin dejarnos amedrantar: "no tengan miedo", nos decía nuestro querido Juan Pablo II. Seamos, pues constante en la oración, fieles a la Palabra y unidos en fraternidad.

¡SEÑOR, PERDÓNAME MI INGRATITUD!





Sin darme cuenta se me rebozó el corazón de gozo y alegría contenida derramada en lagrimas que cantaban alabanzas y glorias a TI, mi SEÑOR. ¡Cuanto tengo que agradecerte por todo lo que he recibido! ¡Y cuanta indiferencia e ingratitud a tantos dones y regalos!

Mirando a Juanito me siento que has derramado muchos más dones en mí que él; me siento privilegiado y no merecedor de abrir la boca. No encuentro ninguna razón para merecer yo más que él, pero, como se trata de mí, lo acepto de buen agrado y callo en el reparto. ¿Me pregunto si fuese al revés?

Sin embargo, ¿no entiendo por qué siendo un PADRE Bueno a unos nos das mucho y a otros tan poco y hasta se los pone difícil? Yo tengo mis cruces y dificultades, pero son simples tonterías ante las de Juanito. Y no sólo Juan Pablo, sino muchos más discapacitados y disminuidos que conozcos y veo en los vídeos.

Más mi corazón se llena de gozo cuando empiezo a entender que la dicha que tanto anhelamos y buscamos no está en las cosas, ni en ser agraciado con muchos dones, tanto físicos como intelectuales, sino en ser agradecido con lo que TÚ nos has dado y, desde ahí, aceptar y caminar en el amor hacia TI.

Sin darme cuenta casi empiezo a envidiar a Juanito y a otros tantos, porque aceptando sus incapacidades y sus dificultades están ganándose la Gloria de estar CONTIGO. También, empiezo a comprender que compartiendo y caminando con ellos podemos, los privilegiados, ganar la Gloria prometida.

¿Quien levanta su mano para aniquilar a esas personas tan dignas como los demás y hermanos en CRISTO? ¿Con que autoridad y derecho se atreven a apartarlo de su derecho a la vida regalada por nuestro PADRE DIOS? ¿Quienes se erigen dueños y señores de determinar lo que está bien o mal?

Todo estriba, simplemente, en un problema de compartir lo que hemos recibido, ya sea material o espiritual. Desde aquí levanto mis ojos al SEÑOR para, por medio del ESPÍRITU SANTO, elevar alabanzas de gratitud y gozo por todo lo recibido y por alcanzar la disponibilidad de compartirlo con todos.