No hemos sido
creados para vivir aislados sino en relación. Una relación que nos identifica
como hermanos y llamados a entendernos, asistirnos, auxiliarnos y amarnos. Pero
esa vocación tiene dificultades que se esconden en el pecado. Nuestra
naturaleza está dañada y herida por los deseos pasionales: ambiciones, envidias,
odios, riquezas, poder, sexualidad…etc. Son nuestros afanes que nos aíslan y
nos separan de Dios.
Pero, frente a
todo eso, Dios nos ha creado para que permanezcamos unidos. Somos hermanos,
hijos de un mismo Padre, y nuestra vocación reside en eso, en vivir
fraternalmente y relación y asistiendo a los más necesitados y débiles. Ni que
decir tiene que eso es harto difícil. Es contrario a nuestra naturaleza y
afanes y la disputa está servida. Es evidente que sin ayuda estamos más que
perdidos. Nos será imposible.
Dentro de esta
vocación de relación está el matrimonio: la unión sacramentan de un hombre y
una mujer. Una unión que, a parte de toda su atracción pasional, sexual y
afectiva, trae también dificultades de entendimiento, de caracteres, de habito,
cultura y hasta económicas. Y, evidentemente, todo eso hay que cazarlo desde
nuestra vocación comunitaria y de relación. Y eso lo prometemos en el
sacramento matrimonial.
Pero, lo mejor y
lo que nos salva y ayuda, para poder superar todas nuestras diferencias, es que
nuestro compromiso matrimonial lo hacemos en el Sacramento del matrimonio.
Invitamos a nuestro Señor Jesús y le pedimos que nos acompañe durante el recorrido
de nuestra vida para, en, con y por Él superar todas esas dificultades que nos
van a impedir que nos mantengamos unidos hasta la hora de nuestra muerte.
Ese es el reto y
la meta: «De manera que ya no son dos, sino una sola
carne. Pues bien, lo que Dios unió, no lo separe el hombre» Esa es la
conclusión, y la Palabra de Dios, ahora, el éxito dependerá de cada cual y de
su implicación y fe. Eso sí, no se podrá justificar que disponemos del don para
llevarlo a cabo.