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(Mt 23,1-12) |
Nada de lo que hagas vale si no está
avalado por tu vida. Sin coherencia entre tu vida y tus obras, tu palabra se
evapora y se volatiliza. Nada llega y convence sino lo respalda la vida. Por lo
tanto, toda proclamación necesita de la vida.
El Evangelio de hoy deja claro este
principio evangélico, valga la redundancia, «En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos. Haced,
pues, y observad todo lo que os digan; pero no imitéis su conducta, porque
dicen y no hacen. Atan cargas pesadas y las echan a las espaldas de la gente,
pero ellos ni con el dedo quieren moverlas. Todas sus obras las hacen para ser
vistos por los hombres; se hacen bien anchas las filacterias y bien largas las
orlas del manto; quieren el primer puesto en los banquetes y los primeros
asientos en las sinagogas, que se les salude en las plazas y que la gente les
llame “Rabbí”».
La vida es realmente vida
cuando el amor, que transparenta se hace vida en tu propia. Porque la vida se
concreta en tus obras y en tus palabras. De modo que, si tus obras hablan una
lengua diferente a tus palabras, la coherencia no existe. Y sin coherencia la
vida no tiene sentido ni tampoco verdad. Y menos justicia.
Donde reina la mentira
nace la incoherencia y la hipocresía. Así era la de aquellos escribas y
fariseos que gustaban ser llamados maestros, y ser vistos como hombres
piadosos, buenos, ocupar los primeros puestos en los banquetes, ser halagados,
reverenciados y presidir los lugares de honor. Buscar ser los primeros en
las cosas de este mundo te llevará a los últimos en el verdadero y eterno.
Busquemos los últimos
puestos, los de aquellos que se esfuerzan en servir, en igualarse como
hermanos, pues tenemos el mismo Padre, y sólo en Él encontraremos respuestas
que nos descubren el verdadero camino de salvación.