No aparecemos por
arte de magia, ni tampoco por el impulso de un deseo. Nacemos por amor. Ese ha
sido el deseo de nuestro nacimiento. Dios nos ha creado por amor, y, por amor,
venimos a este mundo. Y, sea como sea, nuestros primeros pasos y años
transcurre en una familia.
Así sucedió con
Jesús, el Hijo de Dios. Vino a este mundo, encarnado en naturaleza humana, y por
la acción del Espíritu Santo, en el seno de María. Su Madre. Y José fue elegido
como su padre adoptivo. En esa sencilla y humilde familia, Jesús pasó sus
primeros años.
Y, llegada ya su
momento, visitó el Templo, la casa de su Padre, y allí empezó a dar sus
primeros pasos respecto a su misión evangelizadora del anuncio de la Buena
Noticia para la que su Padre le había enviado.
Y ante la supuesta
pérdida que, su Madre María y su padre adoptivo José, habían pensado, Jesús,
una vez encontrado en el Templo, y ante la pregunta de María: «Hijo, ¿por qué
nos has hecho esto? Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando», les
responde: «Y ¿por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa
de mi Padre?» Pero ellos no comprendieron la respuesta que les dio.
Quizás a nosotros, hoy, después de tantos siglos nos ocurra algo parecido. En nuestro caso ni siquiera muchos lo buscamos, y otros no le escuchamos ni tampoco guardamos, como María, lo que no entendemos en nuestro corazón.